Ahora que estamos en agosto me he acordado de aquello que decía mi padre para referirse a unas buenas vacaciones, il dolce far niente, dejar ... pasar el tiempo sin ninguna actividad en particular, solo tú y el entorno. Una forma de vida, un mindfulness consciente y lúcido, en el que poder disfrutar de una copa de vino, un verso o el último rayo de luz en un atardecer donde sea. Como aquello que decía el actor Fernando Fernán Gómez en una entrevista, en la que con su voz poderosa y su vehemencia, aseguraba que estaba muy capacitado para no hacer nada.
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Y en esas estamos las vísperas de empezar el periodo vacacional, cerrando asuntos en la oficina con la mente puesta en ese momento del primer día de asueto en el que ya pensamos en tumbarnos en una hamaca y como máximo coger un libro ligero (en el continente y en el contenido) y dejar pasar las horas viendo el vuelo de los vencejos y las formas caprichosas de las nubes. Pero en realidad nos engañamos, cada año, a nosotros mismos. Porque en ese primer día ya nos comenzamos a traicionar y empezamos a trazar planes y proyectos que abandonamos durante el resto del año por falta de tiempo. El periodo de descanso se nos antoja infinito y valoramos que quizás haya llegado el momento de pintar el garaje; que en la terraza se necesita sí o sí colocar algún farolillo para iluminar mejor las cenas estivales; que hacía tiempo quería entender por fin los entresijos de esa cámara digital con cientos de opciones y trucos para las mejores tomas; y que en consecuencia habría que decidirse, por fin, a limpiar las miles de fotografías que invaden el disco duro del ordenador; apuntarse a un curso de vela o, mejor, de padelsurf que es lo que se lleva ahora; y ya que estamos en la costa por qué no iniciarte en las técnicas del buceo como te recomienda tu amiga Melania. En menos de veinticuatro horas ya se nos han olvidado nuestros píos deseos de abandonar toda obligación o rutina de las que nos encorsetan en invierno y nos imponemos actividades y proyectos infinitos.
Al final, van pasando los días y ya semanas (en el mejor de los casos) y, como sabemos, el garaje no lo pintamos, nos iluminamos en las cenas de la terraza con unas lámparas de Ikea y de los deportes acuáticos mejor ni hablar. Las fotos siguen inundando nuestros dispositivos y volvemos a nuestra vida cansados y sin ese beneficio indudable y necesario de las vacaciones. En el estrés de los planes inconclusos nos abocamos a un día a día que va pasando entre cervezas y algún baño en la playa, pero con esa desazón del tiempo perdido. La desconexión, el tiempo para nosotros sin encorsetar, la necesaria limpieza de nuestra mente queda relegada para el año que viene. Otro año más.
Mi padre abogaba por el dolce far niente, pero cada verano retomaba un curso de inglés con unas cassettes que se ponía para desoxidar el idioma. O las biografías de Stefan Zweig que se acumulaban en su biblioteca. Pero se fue con un inglés macarrónico y con la vida de María Antonieta a medias. Yo aspiro a tener esa capacidad de don Fernando para no hacer nada. Para ser un maestro del dolce far niente. Y ver el tiempo pasar sin otra cosa que hacer.
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