Recientemente el presidente de Mercadona, Juan Roig, se descolgó con una declaración sorprendente: en pocos años no existirán las cocinas y se consumirán alimentos preparados. ... Su argumento, compartido con otros empresarios del mundo de la alimentación, era que dadas las circunstancias de la vida actual, tan atribulada y fulgurante, la gente será más partidaria de ver un capítulo de su última serie preferida en Netflix que dedicar un rato a cocinar la cena. Como vivimos en Logroño, algo de esas prisas que comentaban los directivos no nos encajan. Por nuestra cultura gastronómica de las cenas, por los tiempos no tan agobiados de nuestras vidas y por tradición de sopas y empanados varios. Pensé que si esa era la conclusión para no emplear el escaso tiempo en condimentar nuestro alimento, qué quedaría para placeres como la conversación sin prisas o la lectura de un buen libro.
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Lo de Netflix y su efecto narcótico en la sociedad ya está dicho, pero ahora resulta, además, que hasta nos va a quitar las ganas de echar una sartén al fuego y hacer un revuelto de ajos tiernos o unos lomitos de merluza en salsa ( chup-chup) verde. Don Juan apuesta por la desaparición de las cocinas, y me imagino que en su mente empresarial verá ya una habitación mínima con un microondas para calentar sus platos preparados en un alarde distópico que tan lejos queda de nuestra manera de vivir. Al margen de cuestionar lo saludable de la dieta que propone, lo de las cocinas es mucho más. Porque las cocinas, además del obvio uso para la preparación, cocción y conservación de los alimentos, han sido secularmente espacios domésticos de convivencia de las familias. Espacios de confidencias, de alegrías, de conversación y de lágrimas solas o en comunión, donde le contabas a tu madre las notas al llegar del colegio o donde las parejas se cuentan sus jornadas, sueñan planes para el verano o se dan la mano mientras se termina de hacer la crema de calabaza con queso. Ese futuro que nos plantea Roig es una especie de condena, porque no podemos reducirnos a meros seres productivos a los que alimentar con cajitas de alimentos prefabricados. Y habría que reflexionar en esa otra brecha social que se abriría, porque como decía, no es lo mismo vivir en nuestra ciudad, que en, digamos, Madrid o Barcelona. Quizás detrás de todo esto se esté hablando, en realidad, de tiempo. Y que la tradicional lucha de clases entre ricos y pobres ahora se traduzca entre quienes tienen tiempo y los que no lo tienen. Para cocinar, para leer, para hacer deporte o solo para sobrevivir. Entre los que no tendrán cocina y los que saldrán en el Hola¡ con sus retoños en grandes cocinas con isla, frigos de doble puerta y un bol con limones bajo cazuelas de cobre.
Como vivo en Logroño, donde todo está a quince minutos andando, voy a ir a casa a prepararme unos huevos revueltos con setas, que tampoco es el colmo de la sofisticación gastronómica. Y luego abriré un libro. Y apagaré Netflix. Al menos hoy. En la cocina, por supuesto.
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