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Ojo de buey

La plastilina original

Sábado, 6 de diciembre 2025, 21:40

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Frank Gehry comenzaba por idear sus arquitecturas moldeándolas con plastilina. Eso revelaba ayer la prensa, tras conocerse su muerte. Y seguramente, fuera el que fuera ... el destino material de su proyecto, alcanzara la complejidad física que alcanzara finalmente lo imaginado, el edificio ya estaba allí, en la pequeña escultura de plastilina. Ésa era la pieza matriz, la que más se parecía al sueño de lo proyectado. Y a la que en el desarrollo y resultado convenía serle fiel. Los planos y operativa posteriores, más sofisticados en su lenguaje y en la herramienta, nunca debían traicionar el impulso plástico primitivo, el infantil. El que investigaba el interior de la plastilina. En la edad párvula, todos hemos sido hecho un Gehry cuando, en la hora de los trabajos manuales (gran concepto para resumir la plástica), fabricábamos casas con tizas blancas, pinzas o palillos mondadientes. Como los tres cerditos del cuento: una casita de paja, otra de madera y otra de ladrillo (de arcilla, en definitiva). Cualquier edificación, por perdurable que resulta, partió de un trabajo manual efímero, hecho de pasta humilde o sobre un soporte frágil, fácilmente destruible o biodegradable. Pero que sin embargo garantizaba lo intacto de la idea. Me imagino a Gehry, en el curso de los accidentes o avatares sobrevenidos durante la construcción de sus edificios, volviendo a su pequeña maqueta de plastilina; la que atesoraba a escala la proporción del sueño. Para asegurarse que lo que se iba levantando en el exterior seguía conteniendo el espíritu del primer momento, del primer y definitivo contactos entre cabeza, manos y unas pastillas o barras de plastilina escolar. En el caso de mi generación, las 'Jovi'. Nuestro primer barro. Graso y de colores. Como me puedo imaginar a los autores de las catedrales garabateando el plan de sus torres con un carbón sobre una lasca, o con un palo sobre la arena. O a Mozart tarareando, por la calle o en el desvelo, unas notas que acabarían en la flauta de Papageno. El triunfo de lo construido finalmente habrá que valorarlo según el grado de fidelidad al boceto de plastilina, o al garabato, o a una armonía que surge. Al incunable. Durante el proceso hay que proteger la pieza original. De la sencillez y espontaneidad de los primeros trazos o de las primeras impresiones de los dedos hendiendo las porciones de plastilina depende el futuro de la obra. Su verdad. Una vez que –como concluía Pasolini por boca de Il Giotto (o viceversa) en la película 'El Decamerón'– nos empeñamos en realizar obras cuando lo más bello es soñarlas solamente, estar respaldados, en todo momento, por la miniatura que contenía el plano, el germen de la ingeniería, es lo mínimo y lo máximo. Ahí conviene fiar el empeño. Vale para Gehry y para el resto de los mortales en tantas cosas que hacemos y proyectamos, conscientes de que principal riesgo de «realizar obras» es ir desvirtuando en el proceso el valor de las líneas maestras: las soñadas. He traído aquí al Giotto, del que se recuerda como una máxima demostración de su arte, un «simple» círculo. Es conocida la historia, contada por Vassari: le llamó al Giotto el papa Bonifacio VIII para testar su habilidad pictórica, por si pudiera ingresar en la nómina de pintores de Roma. El florentino, como prueba máxima, optó por delinear con su pincel un círculo perfecto. Ese círculo podría haber puesto al Giotto en la cima del arte contemporáneo, e igualmente en su Capilla de los Scrovegni, que sigue produciendo un asombro contemporáneo. Y en fin, que por eso, cuando entras en los edificios «de Gehry» hueles todavía la plastilina. Y la palpas. Porque hay en la verificación de la fidelidad al original una prueba digamos «ciega». Incluso en las construcciones mayores o en las moles. Los autores saben muy bien de qué hablo: el que sólo al tocarlas, al acariciar con la mano sus ángulos, dobleces, estrías y texturas, retorne la memoria de aquel muñeco de plastilina. Y se empasten. Ese es el poema, que diría Borges.

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