Como me da miedo que se confundan, déjenme primero recordarles lo que sucedió en capítulos interiores. Soy un ciudadano agnóstico que ha estudiado con curiosidad ... y cierto detenimiento las tres religiones monoteístas. Defiendo que cada cual tenga sus creencias y que las manifieste con libertad, siempre y cuando respete las leyes y la convivencia. Sostengo que la religión debe estar por completo fuera de la escuela pública, que tiene que ser un espacio laico, desnudo de símbolos, en el que se examinen críticamente y sin concesiones todos los textos considerados sagrados. Si uno quiere creer que Jesús caminó sobre las aguas o que Mahoma voló a Jerusalén en un caballito de madera, allá él con sus películas: para eso están las parroquias y las mezquitas.
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Yo respeto a todo el mundo y escucho con interés a obispos, imanes y rabinos, pero también defiendo sin ambages el derecho a la blasfemia, requisito imprescindible de la libertad de expresión. Nadie debería ser perseguido ni amenazado por dibujar caricaturas de Mahoma o por sacar en procesión a una virgen lesbiana. Sostengo, además, que la emigración es un fenómeno inevitable y que haríamos bien en acoger no solo a los niños sino a todos los extranjeros que llegan buscando una vida mejor. Tenemos que ayudarles y deberían sentirse libres para mantener su cultura y practicar su religión, con la única exigencia de cumplir el ordenamiento jurídico del país que les acoge. Lo peor que podemos hacer, en este sentido, es dejar el país en manos de los pecholatas de Vox y sus erecciones con don Pelayo.
Considero necesaria esta larguísima presentación, ligeramente egocéntrica, para explicarles mi convicción de que todo lo anterior no debe impedirnos cuestionar críticamente el mensaje de todas las religiones sin miedo a ser tachados de islamófobos, antisemitas o comecuras. En esto debemos seguir la máxima de la filósofa Amelia Valcárcel: «No le permitas a un imán lo que no le permitirías a un cura». Sin embargo, una buena parte de la izquierda, quizá por miedo al qué dirán, está asumiendo pastueñamente (¡e incluso celebrando!) cuestiones tan inquietantes como el velo islámico. Partidos muy atentos a denunciar con gran trompetería el micromachismo más sutil prefieren hacer como que no ven ante la realidad de que muchas mujeres deben vestir esa prenda contra su voluntad.
Hay otras que lo hacen libremente, desde luego, y están en su derecho. Pero no deberíamos olvidar que, en su origen, el velo islámico no es sino la concreción textil de la subordinación de la mujer. Esto sucede en las tres grandes religiones monoteístas y no es raro porque tanto el cristianismo como el islamismo pueden leerse como herejías del judaísmo. En el Islam, tanto en el Corán como sobre todo en la tradición sunní posterior, la mujer es vista como la tentadora, la que induce al pecado, la que debe taparse hasta arriba para que al buen musulmán (pobrecito) no se le ocurra pecar y así pueda ir al cielo a disfrutar de sus vírgenes.
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Tal vez sea aconsejable, por motivos jurídicos e incluso sociales, que se permita el velo en los institutos. Pero no estaría de más que la izquierda refrenase su entusiasmo por los símbolos religiosos machistas y recordara que su vocación siempre fue el laicismo más rotundo y que, por decirlo en términos marxistas, el Islam es un opio del pueblo como cualquier otro.
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