La portada del libro 'El bailaor de soledades'. L.R.

Teoría de la danza y un silencio

Diario de un tipo confinado (XV) ·

Ayer no tenía a nadie que mirar, las farolas, los bancos solitarios, un gorrioncillo rebuscando su sustento y a lo lejos, una señora con carro

Martes, 31 de marzo 2020, 08:34

Caminaba por la habitual ruta de la panadería. Apenas dos coches furtivos, hojarasca, frío, un hilo de airecito fino e inofensivo y nadie más que yo, mi sombrero y mis soledades deambulando por algo tan absurdo como calles desprovistas de gente. Iba escuchando al Torta de Jerez (un animal salvaje del cante) por bamberas –las del pañuelo, que son muy lorquianas– y recordé las primeras páginas de uno de los libros más desconcertantes que he leído y que además me regalaron no hace mucho tiempo unos buenos amigos. 'El bailaor de soledades', del pensador francés Georges Didi-Huberman, que ha sido capaz de edificar a través de la danza de Israel Galván –«un bailaor que se mueve en carne viva en el substrato, en la materia de sus soledades»– una insospechada poética contemporánea del pensamiento filosófico de la soledad.

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A Galván lo disfrutamos en Logroño con la Edad de Oro en 2007 y ya había llegado a ese límite inabordable donde las fronteras de la música se confunden con las de la propia danza: ¿Existe algo más allá de ese precipicio de coral donde asienta su cuerpo solitario?

El Torta ponía el ritmo de mis pasos. Me sentía como una aparición entre los bancos desnudos y esas papeleras logroñitas torcidas e incoherentes con la bolsa negra por fuera danzando al ritmo de la brisa. Como Galván, que «no muestra lo que sabe hacer, deja que surjan, en momentos impensables, los destellos de su inmensa ciencia corporal».

Un fantasma entre bancos desnudos y esas papeleras incoherentes con la bolsa negra por fuera danzando al ritmo de la brisa

Edwin Denby (crítico del The New York Herald Tribune), que en los años cuarenta había admirado a Carmen Amaya y a la Argentinita, proponía que cualquier apreciación de la danza se basara en nuestra capacidad para mirar a la gente común cuando anda por la calle y «ver si ocurre algo».

Yo ayer no tenía a nadie que mirar, las farolas, los bancos solitarios, un gorrioncillo rebuscando su sustento y muy a lo lejos, una señora con carro. Un paisaje humano inundado de la metafísica de la soledad sonora de Bergamín. Como Pepe Hillo, que pedía a los espectadores «guardar silencio para no entorpecer la ejecución de las suertes de la lidia».

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Regresé a casa compungido. El Torta ya no cantaba por bamberas. Lo hacía por soleá: «Yo en mi vida he murmurado / lo uniquito que yo he dicho y yo no me arrepiento / que a la calle me has tirado». Y en la calle no había otra cosa que silencio y papeleras surrealistas.

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