Las palabras más humildes
Gacetilla de un tipo confinado (XXV) ·
La primavera continúa su escalada infecunda. A lo lejos ladró un perro, me asomé y no había nadie. Estaba en su casa azorado e inquietoNo se puede pasar por la belleza sin celebrarla. Pensamiento de José Jiménez Lozano, poeta castellano, periodista cristiano, íntimo, con palabras precisas que brotan del pueblo. Como escribió Reyes Mate, un escritor «acontemporáneo, alguien que está aquí pero que viene de lejos, que nos mira desde otro lugar y desde otro tiempo». Quizás llegó de ayer mismo, un día que me pareció instalado en una dimensión metafísica e irreal. El sol casi etéreo del mediodía me lo tomé con vermouth y el periódico en la terraza. A lo lejos ladraba un perrillo. Me asomé y no había nadie en el parque. El can estaba en una casa, azorado e inquieto. Me recordó a mí. A nosotros, quizá.
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Debemos de estar en Semana Santa aunque nunca he sido de muchas procesiones: «Me acongoja el jardín entumecido / por los corales dientecitos de la escarcha / pero no su Muerte, ni Pasión, ni gritos / de abandono y horror crucificado / y sin embargo, ¿soy cristiano? Dime tú, la rosa de abril, asesinada».
He aquí uno de los fulgores tan breves y precisos de Jiménez Lozano, poeta cervantino, devoto de Santa Teresa y maestro de «blancores», porque como escribe Guadalupe Arbona, «los blancos acompañan los pasos del hombre por este mundo y, quiera Dios, por el otro».
La primavera continúa su escalada infecunda. Ayer la tarde fue tan mansa como las últimas tardes, pero la caricia del sol hacía olvidar los fríos de un marzo que «había alzado los velos de la niebla». Continué mi paseo por los poemas de Jiménez Lozano, por su estética de lo pobre y de lo minúsculo: «De dos palabras, la más humilde es la más justa y verdadera». Me recordó a mi abuelo estoico, que se tragaba siempre las adversidades para enterrar sus desconsuelos. Poeta de granito, de silencios esculpidos en la frente, de paseos largos sin palabras y de azadillas que destripaban sin descanso la misma tierra que ahora lo amamanta.
Jiménez Lozano se alejaba de cualquier vanidad: «Es fácil sentir como ajenos los poemas que uno ha escrito, y hasta es bueno no apegarse a ellos, de manera que, si son ceniza, no nos importe».
La tarde se fue poniendo blanquecina y gris: «¿Por qué tanto se atormentan los árboles con el viento?». Seguí descubriendo su diminuto fulgor poético: «Qué dirán de mí? Vivió durante algún tiempo, murió luego». No me hizo falta más luz para comprender la necesidad de elegir siempre las palabras más humildes.
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