La portada del libro 'Hotel DF'. L.R.

Las bestias de la metáfora

Gacetilla de un tipo confinado (XII) ·

Ayer no salí y envié a un dron en forma de hijo a las calles a comprar el pan para un viernes asido a los teclados de Bill Evans y Fadanelli

Sábado, 28 de marzo 2020, 08:56

T odos los días antes de salir de casa repaso mi rostro y a pesar de todo no me avergüenzo. Ayer no salí y envié a un dron con forma de hijo a las calles a comprar el pan y más provisiones para un viernes asido a dos series de dedos, los de las manos de Bill Evans (escuché al menos diez veces 'You must believe in spring') y los que dibujan la escritura del mexicano Guillermo Fadanelli, una bestia inmunda de la metáfora: «El tráfico vuelve al fluir, la calle es una nariz congestionada, pero hay que respirar, como sea». Palabras de Frank Henestrosa, «periodista de a ratos, poeta como todos, holgazán a cambio de nada», y protagonista de 'Hotel DF', un epidérmico relato de relatos sobre la Ciudad de México, sus sentinas, congestiones y reflujos.

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No quise salir para desafiar al sol, ni me asomé al balcón (sólo para aplaudir y tender una lavadora), a pesar del concierto de tecno (eso dijo) que había programado mi hijo pequeño para las 19.40 h. Preferí aferrarme a las sórdidas andanzas de Frank Henestrosa antes que a la templanza perezosa de esta tarde dorada que se fue oscureciendo entre amagos: «La Señora habita una pocilga en la calle Jesús Carranza, una cueva de paredes cuarteadas como la pátina de su rostro, en el estómago de una vecindad sin número».

La novela se cuece en el Hotel Isabel, por donde van pasando toda clase de personajes del subsuelo, como la Chica Lomelí, una prostituta morena con un «fleco negro que limita su frente a la mitad. Sus ojos filipinos son su presentación y luce una cicatriz en el cuello por donde cabría una moneda de diez pesos».

Todos los días antes de salir de casa repaso mi rostro y a pesar de todo no me avergüenzo

Mi hijo/dron me ha pedido dinero para comprar el pan. He rebuscado en un viejo monedero. Él prefería billetes. La calderilla ya no interesa, pero en mi vetusta cartera tengo la fea costumbre de acaparar cambios de compras y al deshincharla a veces acumulo la ilusión de un pequeño capital que básicamente es algo menos que herrumbre.

El disco de Bill Evans comienza con 'B Minor Waltz', una de esas melodías incandescentes del pianista de Plainfield en la que navega entre la improvisación y un fraseo lentísimo preñado de adjetivos de Debussy y Ravel. Si Guillermo Fadanelli deambula por la desesperanza –«cuánto daría por volver al vientre de mi madre»–, Bill Evans me reconforta porque sus paisajes sonoros me devuelven a una infancia de melodías líquidas y comprensibles. Dos bestias de las metáforas.

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