¿Por qué no la cubrimos de flores allí mismo? ¿Por qué la ovación no duró hasta la medianoche? ¿Por qué no damos su nombre ... al Bretón, a la calle, a la ciudad entera... al menos hasta que regrese? Cualquier cosa, por exagerada que parezca, con tal de agradecer tanta generosidad, tanto talento, tanto cariño, tanta maestría, tanta energía, tanta vida, tanta luz. Decirle gran dama del teatro es poco para ella. Si no fuera cursi para esta trabajadora infatigable, esta hermosa obrera de la escena, esta mujer ejemplar, yo la nombraría reina, reina de África en este caso, reina Lola. La admirable Lola Herrera.
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'Camino a La Meca' no es su obra cumbre pero es una muy buena obra para volver a disfrutar, quién sabe si una última vez, de esta actriz inolvidable. Ella es uno de esos monumentos que ha dado la escena española en las últimas décadas, la octava maravilla del teatro que yo haya visto en esta plaza: su memorable Menchu de 'Cinco horas con Mario', Amparo Rivelles en 'Los árboles mueren de pie', José Luis Gómez en 'Azaña', Nuria Espert en 'La violación de Lucrecia', José María Pou en 'La cabra', Vicky Peña en 'El largo viaje del día hacia la noche', Lluís Homar en 'Tierra baja' y José Sacristán en 'Señora de rojo sobre fondo gris'. Gracias a todos por hacer de la interpretación eso que decía Lorca que debe ser el teatro: la poesía que se levanta del papel y se hace humana, y, al hacerse, habla y grita, llora y se desespera. El teatro necesita, hoy más que nunca, que los personajes que aparecen en las tablas lleven un traje de poesía y al mismo tiempo se les vean los huesos y la sangre. Y a Lola Herrera se le ve todo eso porque posee luz propia.
Con esa luz ilumina la memoria de Helen Martins, una mujer que tuvo el coraje de desafiar a la conservadora sociedad de su tiempo en la Sudáfrica del apartheid simplemente porque quería vivir a su aire. El drama de Athol Fugard, impecablemente construido con sobria literatura anglosajona, convierte en un símbolo de espíritu independiente la historia de una persona real que, aunque terminó suicidándose, en el teatro sale victoriosa.
La talentosa mano de Claudio Tolcachir dirige con maestría las actuaciones de tres actores en perfecta sintonía: Natalia Dicenta está excelente en el duelo generacional con su madre encarnando a la profesora que alienta a Helen a defender su autonomía; y Carlos Olalla es un ancla firme que viste con elegancia al pastor conservador pero enamorado a fin de cuentas de esa mujer a la que es incapaz de reducir a su lógica.
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Todo lo demás es Lola Herrera. Empiezas admirando la vitalidad de sus noventa años sobre las tablas y terminas olvidando ese 'detalle' –toda una vida– ante la naturalidad de su arte y de su luz. La luz de una auténtica reina. La luz de una mujer que nos alumbra el camino de ser libres.
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