Si hay una obra capaz de poner a prueba la capacidad técnica y la calidad artística de un gran teatro de ópera, esa es sin ... duda Los Maestros Cantores de Núremberg, por sus colosales dimensiones (más de cuatro horas y media de música), sus diecisiete personajes, su descomunal plantilla orquestal de casi cien instrumentistas y las tremendas exigencias que plantea al bien nutrido coro, fragmentado a veces hasta en cuatro coros distintos. El Teatro Real se ha enfrentado a acometer una nueva producción de Los Maestros y se la ha encargado a dos auténticos titanes del momento: el director granadino Pablo Heras-Casado en la parte musical y el creativo francés Laurent Pelly en la parte escénica, y el éxito obtenido ha sido memorable en todos los aspectos.
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Laurent Pelly ha optado en esta nueva producción más por el simbolismo que por la estética, llevando la acción al siglo XIX. A pesar de su acreditada enorme imaginación, casi no encontramos destellos de la magnífica creatividad que siempre aflora en sus producciones, sino que más bien se vuelca en una suprema claridad narrativa y un destacado trabajo teatral, con una dirección actoral muy brillante, ahorrándonos «originalidades» de mal gusto tan habituales en estos tiempos. Magnífica producción. El inmenso trabajo musical de Heras-Casado va también en esa línea de fluidez narrativa, casi de cámara, minucioso en los múltiples detalles que enriquecen la partitura wagneriana y también imperioso en los grandes momentos de solemnidad, parecía disfrutar con sus músicos y se notaba, consiguiendo de la orquesta titular del Teatro Real (la Sinfónica de Madrid) un altísimo nivel, que fue de menos a más, porque, inexplicablemente, lo más flojo fue la célebre obertura, para ir cogiendo velocidad de crucero y alcanzar un tercer acto de pura excelencia. El coro titular del Real, el coro Intermezzo, volvió a demostrar por qué figura entre los mejores coros de ópera europeos y con más mérito en una ópera como esta, con un trabajo complejísimo y exigente. Espléndido el pequeño coro de aprendices y magnífico el coro general, que también se tiene que dividir en varios en la última escena de la pradera: superaron con nota el siempre complicado momento de la bronca que cierra el segundo acto (una terrorífica fuga a dieciséis voces) y deslumbraron de poderío y belleza tímbrica en toda la fiesta final de la pradera.
El extenso reparto no contaba precisamente con voces grandes para superar la inmensa barrera sonora que supone un foso con cien músicos y un mega coro, y además Heras-Casado, en su disfrute, no estaba mucho por la labor de bajar decibelios, pero, aún así podemos hablar de un magnífico resultado. Por encima de todos destacaré al excelente barítono canadiense Gerald Finley en el papel protagonista de Hans Sachs, de voz atractiva, de no mucho volumen, pero muy bien proyectada y con una línea de canto maravillosa, resaltando la nobleza del personaje. Él llenó siempre el escenario. También brilló el barítono inglés Leigh Melrose en el antipático papel de Beckmesser, con unas prestaciones vocales excelentes y un trabajo actoral superior, con algo de brocha gorda, pero absolutamente genial. Ambos fueron los grandes triunfadores de la noche. Esforzado el tenor Tomislav Mužek en el brillante papel de Walther, con una voz bonita pero de escaso volumen, que desaparecía en los concertantes, y algo inexpresivo en escena, al contrario que la soprano Nicole Chevalier como una Eva algo sobreactuada y una voz de calidad normal. Muy buen cantante el tenor Sebastian Kohlhepp como David y la mezzo Anna Lapkovskaja como Magdalene, además del magnífico bajo ucraniano Alexander Tsymbalyuk en el corto papel de Sereno. De los diez restantes y casposos maestros cantores destacaré al coreano Jongmin Park como Veit Pogner, por su impresionante voz de bajo, de bellísimo timbre y asombrosa potencia y al valenciano José Antonio López en un magnífico Fritz Kothner. Tuve ocasión de saludar a Plácido Domingo (¡qué gran Walther discográfico!) que asistió a la representación y también reseñaré el aparatoso desplome de un contrabajista en plena función, con gran estrépito al caer desmayado sobre su instrumento, que ya no volvió al foso. El Teatro Real lució orgulloso sus brillantes galones.
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