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Ayer los telediarios abrieron con el asesinato, en Mallorca, de una mujer alemana a manos de su pareja. A nivel institucional, su vida importa: pasará a formar parte de las estadísticas, los medios le han dedicado un espacio relevante, y los minutos de silencio y las protestas se suceden en su honor. Nada puede devolverle la existencia, pero en este país hasta en el horror hay vagones de primera y de segunda. Casi al mismo tiempo, un putero apuñaló quince veces a otra mujer en Avilés. Sin embargo, ella apenas ha movilizado a la opinión pública, ni ha saltado a la portada de ningún periódico nacional. Nadie habla de su asesinato en términos de género, aunque en su caso concurran casi todos los tipos de violencia estructural que se me ocurren: era mujer, transexual, latinoamericana -probablemente negra- y prostituta.

Quince puñaladas. La primera, culpabilizar a la víctima en virtud de su profesión; la segunda, la vergüenza de que España no cumpla el Convenio de Estambul; la tercera, que se siga clasificando a las mujeres maltratadas por la relación que mantenían con sus agresores; la cuarta, el silencio canalla de algunos medios; la quinta -ésta en el corazón-, un titular nauseabundo: 'Muere un hombre tras ser apuñalado en un piso en Avilés'. La sexta la recibió el colectivo LGBTIQ+, que hace mucho que se niega a justificarse, pero que aún tiene que plantar cara a los prejuicios; y la séptima, las mujeres que cada día luchan contra el estigma de tener un cuerpo acorde con alguna de las etiquetas raciales del porno. La octava se la dieron, días antes, un alcalde y su cómplice, menospreciando al feminismo durante el homenaje a otra víctima. Las cinco siguientes -si es que no son más- asesinaron, esta última semana, a otras tantas mujeres. La decimocuarta la mató. Y mucho me temo que la decimoquinta nos duele a todos.

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