Dicho sea de paso

Cinco letras

Mi abuelo Ramón López Martínez murió un 13 de octubre de hace cuarenta años, y todavía aparece en las conversaciones familiares. Era un hombre orgulloso ... en el buen sentido de la palabra, tenía criterio y una autoestima a prueba de bombas. Por eso, a sus nietos y nietas nos inculcó que, por mucho que los poderosos abusen de su poder, nunca podrán arrebatarnos la dignidad. Y gracias a su ejemplo he crecido con la convicción de que la honestidad y la honradez son las llaves de la existencia.

Publicidad

No acudí a su entierro porque me quedé acompañando a mi abuela, que era mayor, y mi madre consideró innecesario someterla a la tortura de un pésame.

Recuerdo especialmente que, cuando se fue todo el cortejo y nos quedamos solas, ella sacó dos quintos de cerveza y un abridor de los bolsillos de su delantal. Sentadas en un tranco de la puerta, conversamos sobre su vida de casada. Estaba algo cansada y me confesó que lo único bueno era que, a partir de ahora, podría comerse una pieza de fruta entera, porque su marido solo se comía la mitad y ella consumía el resto para que no se desperdiciara.

En ese momento ninguna de las dos caímos en la cuenta de la trascendencia de esa pérdida. Habían sido días de ajetreo y ese instante de paz y confidencias solo aplazaba el duelo verdadero por la ausencia de una persona tan importante.

Y en Nochebuena de aquel año, dos meses después, cuando fui a cenar a casa de mis padres —que eran vecinos—, de modo automático me dirigí a la cueva en la que vivía mi abuelo. Al poner el pie en el umbral, sentí en la planta un gran dolor porque ya nunca volvería a oír su voz, a oler la pana de su chaqueta ni a ver aquella sonrisa suya por dentro de la boca, que se le reflejaba en el rostro, pero que apenas se dibujaba en los labios. Aún hoy al evocar aquella sensación noto que una lágrima se desliza por dentro de mis mejillas, a semejanza de su sonrisa. Está claro que mi abuelo era mi proveedor de integridad.

Publicidad

Eso mismo me ha pasado con la columna de este periódico, Cuatro Letras, cuya ausencia no percibí hasta que hace unos días, al abrir el diario, esa página en blanco me provocó un dolor en las yemas de los dedos. Y es que esa sección golpeaba, suavemente, mi conciencia y me hacía fijarme en una injusticia o una desigualdad.

Por desgracia, mi abuelo no volverá a sonreirme, pero no pierdo la esperanza, y dicho sea de paso, de que mis dedos vuelvan a mancharse con la tinta generosa y libre de esas cinco letras tan necesarias.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

¡Oferta especial!

Publicidad