Nunca he llegado a entender el obstinado empeño de los sucesivos gestores de lo público de sacar pecho con la trasparencia y mostrar lo poco ... o mucho que en esta vida tienen a su nombre. Cuentas, coches, inversiones en bolsa, fondos, casas... todo o casi todo, –siempre hay rezagados– está ahora a la vista de los votantes. Incluso se puede escrutar con los ojos de un auditor con la lupa de un relojero lo que tenían nada más entrar y lo que atesoran al salir.
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Esa misma transparencia la llevaron en su día al terreno de la gestión para que no hubiera ninguna sombra de duda de la corrupción que, como la paja, solo se ve en el ojo ajeno. De hecho, se diseñaron y crearon impecables portales de trasparencia donde consultar en qué se gastan nuestro dinero, qué contratos se cierran y con quién. Todo o casi todo estaba así bajo el ojo de los ciudadanos. Y digo casi todo porque en ese afán de no tener repliegues en los que se acumule el polvo, las administraciones autonómicas han ido creando universos paralelos que se escapan al control que se exige a las instituciones públicas, por ejemplo, en la contratación de personal. Al margen de que no tienen por qué seguir las reglas de la Ley de Transparencia de forma tan meticulosa. Las sociedades y entes públicos son en ocasiones ese coladero de dinero público que esquiva el control y por eso mismo la oposición ha renegado de la opacidad de estos organismos durante años. Así hasta que esa misma oposición ha llegado al Gobierno.
El Ejecutivo de Andreu no es una excepción. Sin llegar a los cuatro años de inquilina en el palacete con vistas a El Espolón, ha creado hasta cuatro sociedades para gestionar los fondos europeos y otra más para el transporte sanitario. En total, cinco nuevos coladeros que nos recuerdan que al final somos los ciudadanos los que vivimos en el universo paralelo, el de la credulidad.
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