Francisco: los signos de los tiempos

Somos muchos los que deseamos que un nuevo Papa siga la línea iniciada por Francisco y, si es posible, que la profundice

Juan Manuel Medrano Ezquerro | Profesor de Secundaria

Lunes, 28 de abril 2025, 23:22

El siglo y el milenio comenzaron (y continuaron) llenos, por lo general, de malas noticias, de augurios pésimos para el futuro de este continente, de ... este mundo. Los atentados de las Torres Gemelas, de Londres, de Madrid, la crisis de 2008, la pandemia del covid-19, después;la llegada y la vuelta de Trump, el ascenso de las extremas derechas y neofascismos varios; Ucrania, Gaza… En este terrible panorama solo un suceso devolvió la alegría y la esperanza debilitadas: la llegada al papado de Francisco, Jorge Bergoglio, el papa argentino.

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Más que la llegada, el transcurso de estos doce años alimentó nuestras esperanzas. Por fin parecía acabarse el «invierno eclesial» (K. Rahner). Tras el Papa polaco y el alemán, cuyos pontificados difícilmente pueden no tildarse de «conservadores», llegó un cristiano que pretendió volver a hacer buenas las palabras que, de tan antiguas, de tan repetidas formulariamente, parecían desgastadas: «Nadie ama a Dios, a quien no ve, si no ama a su hermano a quien ve» (1 Juan 4:20). O: «Ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego haz tus sacrificios» (Mateo 5: 23-24). Tales palabras siguen siendo fuente de acción. Hannah Arendt lo sabía muy bien cuando en 'La condición humana' vino a decir que el cristianismo, encarnado entre Pablo y Cristo, viviría siempre en una tensión permanente entre la «acción» (Jesús) y la «salvación» (Pablo). Es cuestión de prioridades, pero parece poco cuestionable que durante siglos el acento de la teología cristiana se puso sobre todo en lo segundo. Paul Valadier llamaba a la situación del cristiano en la vida un estar en el mundo sin ser del mundo. Desde luego que Juan Pablo II fue en cierto modo un hombre de acción, del mismo modo que Benedicto XVI fue uno de los intelectuales más refinados que ha dado la teología cristiana contemporánea. Pero, para suerte de la Iglesia, llegó a Roma un hombre de acción. Alguien que no especulaba sobre cómo preservar la Verdad cristiana, síntesis de la tradición bíblica y la filosofía helénica, en una viña devastada por jabalíes.

La intuición fundamental de Bergoglio fue desde el principio actuar en el mundo. Pertenecía, no es casualidad, a la misma orden que otros insignes activos: Ignacio de Loyola, Arrupe o Ellacuría. El mandato evidente de los Sinópticos es el expresado por Mateo 10: 7-8: «Donde quiera que vayan, prediquen este mensaje: el reino de los cielos está cerca. Sanen a los enfermos, resuciten a los muertos, limpien a los que tengan alguna enfermedad en la piel, expulsen a los demonios». Francisco, simplemente, obedeció. Lo primero, lo fundamental, es disminuir el dolor y el sufrimiento del mundo, lo demás se dará por añadidura. Por eso quiso visibilizar las periferias: los migrantes (en Lampedusa, en Lesbos, en Canarias), los pobres y excluidos por un sistema cruel en todos los lugares de la Tierra, la destrucción de la belleza natural de la Creación. Se trataba de cambiar las prioridades y volver al espíritu transformador del Evangelio. Resultaba previsible que los poderes de este mundo lo denigraran y despreciaran. Solo repetían lo que el Sanedrín y los gobernadores de Judea ya hacían dos mil años atrás.

Enteramente diferente es el problema de hacer balance de sus doce años y estos días asistimos a decenas de valoraciones hechas por propios y extraños, por quienes le amaban y quienes le despreciaban, por amigos y enemigos, de dentro y de fuera. Unos dicen: –un pontificado revolucionario: ha transformado la Iglesia; otros: –demasiada palabrería y gestos y pocos cambios de verdad en la estructura y las cuestiones de fondo; otros todavía, en la línea del arzobispo Viganò, del cardenal Burke, lo hubieran hecho renunciar – de haber podido– por hereje (¿Qué le hubieran hecho siglos atrás?).

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El progresismo se ha identificado con él, aunque a medias. Los más reaccionarios lo han odiado hasta llamarle «representante de Satanás en la Tierra». En cualquier caso, él le ha dado una buena bofetada a las viejas estructuras amodorradas, y ha vuelto a revitalizar la radicalidad de una creencia igualitarista que siglos de Constantinos, aristócratas romanos, cismas variados, papados en Aviñón, sacudidas desde Wittemberg, y pavor ante la modernidad habían domesticado.

Es demasiado pronto para determinar qué rumbo tomará la Iglesia romana. Los cardenales, en parte, decidirán (vota bien, querido Omella). Somos muchos los que deseamos que un nuevo Papa siga la línea iniciada por Francisco y, si es posible, que la profundice (los impacientes no conocen la lentitud de una estructura que tarda cinco siglos en pedir perdón). Que se atreva a dar el papel que la mujer exige y merece en la Iglesia; que el amor cristiano no distinga las situaciones civiles de los esposos; que las personas homosexuales tengan las puertas de la Iglesia tan abiertas como los demás; que se profundice en la sinodalidad hasta que la Iglesia haga verdadera su etimología de «asamblea»; que sean los fieles creyentes –como deseaba Vattimo– quienes determinen el rumbo de la comunidad eclesial; que se disuelva la teología fuerte, condenatoria, rigorista («metafísica» la llamaba el filosofó turinés) hasta que el único mandamiento que sea dogma de inexcusable cumplimiento sea la cáritas, santo y seña de su fundador. Y que los cristianos que creen en la bondad del rumbo emprendido por Francisco empujen, allí donde estén, en el cónclave o en la parroquia de su barrio, a favor del modelo en el que creyó Jorge Bergoglio.

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Descansa en paz, hermano y cristianísimo Francisco.

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