La plazuela perdida

Aquel junio logroñés

El comienzo de junio trae consigo recuerdos olvidados, que fluyen periódicamente del envés de la memoria, como río oculto y silencioso que calma una sed ... insaciable de imágenes sepia. La llegada de junio era sinónimo de felicidad. La lluviosa y desapacible primavera riojana cedía ante el astro, dejando entrever el largo y cálido verano que se aproximaba, abriendo un paréntesis de libertad, como un regreso al futuro en el que todos los sueños eran posibles. Con junio llegaba la alegría, antesala de la felicidad. Logroño también se vestía de fiesta, mostrándose, calles y plazas, con más bullicio del habitual, antesala de las cercanas fiestas de San Bernabé. Los volantes vilanos de mayo, llegados de las choperas del río, daban paso al aroma de boj, que emergía en Portales de las verdes ramas del arco del santo, bajo el cual, según la leyenda, había que pasar para encontrar pareja. Y los adolescentes, en las tibias y agradables tardes, dejábamos por un rato los futbolines de la Vitorina y bajábamos al Ebro, donde esperaba El Pasti con el cloqueo de sus barcas en el ancladero, junto a la playa del Ebro, que ya afilaba sus imaginarias arenas para aliviar el calor de los idus de junio. De regreso, a la acogedora sombra de la aguja de Palacio, introducíamos nuestras escasas monedas en la sorprendente máquina de discos, que reproducía sin cesar aquel primer 'Flamenco' de Los Brincos y 'La escoba' de los Sírex, rodeada de tebeos y novelas usadas, de Corín Tellado y Marcial Lafuente Estefanía, que se alquilaban por dos pesetas. Al pasar por Portales, las acristaladas vitrinas de las columnas nos hacían detener, ante la irresistible llamada del technicolor mostrando imágenes de la fábrica de sueños que alentaba el cinematógrafo. Y mirábamos con envidia la heladería, pues las más de las veces habíamos acabado con las caras de Franco de nuestros bolsillos.

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Aquel junio de nuestra adolescencia, el reloj del Espolón alargaba su canto trashumante más allá del imponente caballo del general y del trenecillo de las chucherías, llegando hasta las vías del tren, donde, a su vera, crecían barracas y tómbolas de la feria, que animaban a subir a tiovivos o a probar fortuna para poder ganar un exótico coco. Mientras, al otro lado de la pasarela que salvaba las vías, el cine Olimpia mostraba grandes afiches de colores, en los que personajes de película parecían mostrar su extrañeza por el inusual eco festivo de la feria, sólo sometido por el potente chiflete líquido de alguna locomotora que anunciaba su llegada, cruzando bajo el gálibo de la estación. Y cuando, entre dos luces, moría la tarde y aparecía la silueta danzante de algún murciélago crepuscular, junio envolvía la ciudad con su manto de paz y sosiego, como sólo ocurre en los cuentos de infancia, en los heridos sueños de amor y en los anhelos. Y en los imborrables recuerdos que vuelven periódicamente del aparente olvido. Como aquel junio logroñés de la adolescencia.

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