La vida es cada uno de los segundos que transcurren desde que se pisa el pedal de freno hasta que el vehículo se detiene junto ... al camión de Correos. Es esa marca de goma que queda sobre el asfalto y que, quizá, alerte a quien después circule por allí. La vida es esos centímetros que separan al motorista estúpido que se salta un semáforo en Gran Vía y asusta a quienes cruzan con la confianza que transmite el muñeco verde. La vida es ese cúmulo de lecciones que harán que, tras el susto, el conductor levante antes el pie del acelerador y que los peatones crucen con precaución pese al verde, porque los estúpidos no tienen solución.
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Seguro que el primer humano (o lo que fuera) que vio a un antepasado del cocodrilo le pudo parecer un bicho gracioso. Quizá, incluso se acercó a tocarlo. Seguro que nunca volvió a hacerlo. Probablemente se convirtió en un sencillo almuerzo. Es, sin cocodrilos de por medio, el método básico de aprendizaje. Acción, reacción. Todo muy positivista, pese a que sería muy hilarante ver a alguien de cierta edad cayendo en las bromas propias de chiquillos de primero de Primaria.
Aprender para no tropezar en la misma piedra y avanzar; aprender para alcanzar el objetivo marcado de manera eficaz. Aprender para hacer frente a las adversidades futuras. Aprender para no quedarse enrocado en el pasado hablando del susto que el cocodrilo le dio a aquel cavernícola.
Puede parecer fácil, pero hay a quien le gusta sacarlo de paseo de vez en cuando. Algo así le sucedía a un abuelo del pueblo. Con media vida olvidada y con la otra en proceso de fuga, tiraba de frases hechas cuando no sabía qué decir o no recordaba por lo que le preguntaban. Le hablabas de fútbol, de Fórmula 1, de política o de economía y él siempre decía lo mismo: «Eso es como lo de los albérchigos de hace unos años». Cosas del alzehimer.
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Sorprende que lo mismo pase en el Congreso. Cuando alguien no sabe qué decir se aferre al cocodrilo.
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