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La noche de las velas

RUBÉN LAPUENTE

Miércoles, 22 de agosto 2018, 23:10

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Estuve en la noche de las velas de El Rasillo. Un pueblo de Cameros que se resiste a morir de viejo. Que no se cierra en su belleza. Que la quiere abrir a todos, compartirla. Llegué a media tarde, sin prisa. Subí por sus empinadas calles de piedra hasta que coroné su hermosa cimera de pinos. Allí me llevé la caricia de esa alberca pura del Iregua en la que chapotea, reflejado, el pez de los sueños de un afortunado pueblo que se asoma cada día a su inigualable belleza verde. Luego, me senté bajo el viejo olmo: ese chaval de cuatrocientos años que, aunque ahora va con su muleta de arneses en bandolera, cojeando, todavía aguanta de pie, bello y orgulloso, la vida: un árbol que se resiste a dejarnos, que desde el primer día que supo que daba sombra, cobijo, que era emblema de un pueblo, las uñas de sus raíces se le soldaron a la tierra.

El pueblo me parecía otro. Sabía que necesitaba de esa alegría para vivir su solitario invierno helado. De cada esquina, aparecieron cuadrillas de muchachos y muchachas, todos prendiendo las velas y cuidando que se alzara temblorosa su alma dorada. Había música y conciertos y mercaderes de cosas hechas sólo con las manos. Todo el pueblo era como la terraza de un bar al cálido atardecer de julio. Y cada paso que daba, era una sorpresa: caligrafías de llamas en las calles, en cada casa; balcones con pequeños transparentes tiestos de flores de lumbre que equivocaban a las tozudas abejas... Había pura vida: esa que detiene al tiempo y le hace quedarse un rato contigo... Y es pura magia, cuando al llegar la noche, alguien con un solo blanco disparo, al quitar los fusibles, enciende las estrellas de las cinco mil velas que sorprendieron hasta los mismísimos somnolientos oscuros secretos del pueblo... Y no quería irme, no quería que se acabase la magia nocturna, que sentía mi carne como de cera caliente, mi cabeza como vena de sabia de mecha ardiendo , e iba notando que mi errante espíritu, ahora en la llama, tomaba las calles, reverberaba en la piedra rosa, se dilataba en las pupilas, rondaba como una hoguera interior de oro en un bosque verde...

Sentí, cuando todo acabó, que había desaparecido de mí mismo, que la conciencia de mí, la había tomado otra persona... Que había vivido en un pueblo el cuento de una fábula de cinco mil fuentes en llamas...

Y, ahora, cuando vuelvo a mis asuntos, algunas veces, al apagar la luz de la mesilla, mi entresueño baila con ese rebaño de velas encendidas, esas chiribitas que en la noche preceden e iluminan los mejores sueños.

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