Anecdotario

Zarcillos en el aire

Sábado, 16 de agosto 2025, 21:57

España enloquece en agosto y no solo por el calor que nos ha tenido medio confinados con las persianas bajadas; la locura de este mes ... son las fiestas de los pueblos. Bajo el cielo implacable de este verano ibérico se está viviendo ahora la expresión cultural más genuina de las que se dan en nuestro país. Es ahora, en la semana central de agosto con el 15 de la Virgen de festivo nacional, cuando se han encendido infinitos cohetes desde balcones de ayuntamientos de toda España. La escena se da en La Rioja y se repite desde el Cabo de Gata hasta Finisterre: un cohete vuela por el aire perseguido por innumerables ojos, sube culebreando como si ya tuviera resaca, se pierde su estela gris de zarcillo y de pronto revienta en el firmamento azul para que comience el espectáculo.

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Son las fiestas, en plural, porque el singular no sirve para contenerlas; las del presente custodian a las del pasado, esas que me contaban a mí de hace décadas cuando soltaban vaquillas por la plaza y cortaban las calles con remolques y con vallas amarillas de obra, o las de aquel año en el que mi madre y sus amigas se disfrazaron de hippies. Todas las fiestas del pueblo se envuelven y se contienen entre sí, se enlazan como las banderolas de plástico que cruzan en zigzag de calle a calle, y yo lo entiendo siempre que estoy frente a esa foto en blanco y negro desde la que me mira mi abuelo con 20 años vestido de danzador.

Julio Llamazares decía en una entrevista que hoy el gran enemigo de los pueblos es la soledad, y las fiestas desafían ese destino durante unos días porque regresamos como salmones remontando el río movidos por un instinto ancestral, una fiebre que nos hace abrir de nuevo la casa de la familia y recorrer las calles por las que subían los labradores cargados de pimientos y tomates. El pueblo se llena y uno mismo también; vuelven los hijos y los nietos, los que se fueron para conquistar Logroño, Madrid o Berlín, y nos sentamos todos en los bancos de la plaza mientras la orquesta hace pruebas de sonido, la misma plaza en la que chutábamos un balón cuando teníamos diez años.

«España anda de verbena y degustación en un verano que empieza a intuir su final»

Por mucho que el mundo se haya vuelto frenético y digital necesitamos rituales así en los que reconocernos: el pañuelo al cuello, Paquito el Chocolatero, el concurso de calderetas o la procesión del domingo con gafas de sol. Estamos en ese escenario, los días en los que media España anda de verbena y degustación en un verano que empieza a intuir su final. Es nuestra locura estival, pero llega un momento en el que las fiestas se doblan y el tiempo parece correr hacia atrás, aunque eso yo no lo sabía cuando escuchaba las dianas y las dulzainas desde la cama y me tapaba la cabeza con la almohada para poder seguir durmiendo. Ahora que sale otra vez el toro de fuego, ahora que sisean sus chispas y arde la pólvora, yo aspiro el humo como cuando era un niño y me digo:

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«Seguimos aquí. Seguimos aquí.»

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