L.R.
Ojo de buey

Sundance Kid

Mientras quedara Robert Redford quedaban cosas. Quedaba una América hoy desactivada, cautiva. Renunció a tener una estrella en el Paseo de la Fama. No estaba ... destinada a que la pisaran los turistas del Hollywood Boulevard. Además, Redford no pertenecía tanto al Sunset como a Sundance, en el Estado de Utah, refugio en el que, como un nuevo Jeremiah Johnson –y en Utah se había rodado aquella aventura de libertad, lucha, búsqueda, naturaleza y pionerismo– había creado una cita del cine libre e independiente. Él significaba ese espíritu. Era, claro, el Sundance Kid. La ambición rubia pero masculina de independencia; un reservista inexpugnable de la libertad: el norteamericano de la América que adoramos, hoy en extinción, como algunas especies de osos; una América donde ya no están los tramperos que ayudaron a Johnson a subsistir en los inviernos sino los Trumperos del invierno de nuestro descontento. La muerte –que no desaparición– de Robert Redford completa la de Paul Newman. Entre los ojos de ambos se extendía una especie de tendido eléctrico, que comunicaba no sólo a dos hombres (y un destino) sino que delineaba un guiño, una fraternidad, una rivalidad seductora, un juego y una escena. En algunas secuencias, por ejemplo, de Dos hombres... Butch y Sundance alcanzaban la dialéctica de un Vladimir y un Estragón beckettianos; cuando comentaban –cuerpo y sombreros a tierra– sus siguientes e imposibles pasos hacia ningún sitio frente a un paisaje árido presidido por un árbol esquelético, esperando la llegada de sus perseguidores; diálogos de la perplejidad y humor del absurdo. Allí eran dos fugitivos transtemporales capaces de atravesar el viejo Oeste a lomos de una bicicleta cuyo dinamo era –además de la belleza moderna de Katharine Ross, una belleza como para andar, como antes con Jane Fonda, descalzos por el parque– una canción ligera de Burt Bacharach. En El golpe eran unos pícaros urbanos mitad de Bertolt Brecht mitad burlesque de cine cómico que armaban una ópera de varios miles centavos estafando a estafadores, timando al gang, en la resaca de la Gran Depresión. ¡Qué melancolía! produce hoy esa admirable dramaturgia ciudadana, no exenta de romanticismo, contra el abuso instalado. Redford, al hilo del tiempo siguiente, el de su nación y el del mundo, volvería a representar ese enfrentamiento de la inteligencia civil contra los «servicios» de inteligencia y contra la fontanería del poder. Dos sesiones del Sahor. El Redford que me marcó: el Joseph Turner de Los tres días del Cóndor; internado en los intestinos de la CIA; la secuencia en la que descubre de vuelta a la oficina a sus compañeros asesinados. Siempre la asocio con la matanza de Atocha. Y el Woodward de Todos los hombres del presidente, en la que el periodista, a golpe de confidencia, silencio, susurro –luego les susurraría igualmente a los caballos– y máquina de escribir levantaba una verdad que cambiaría la Historia. Componían, Newman y Redford, en fin, el emblema bifronte del liberalismo norteamericano de mitad del siglo XX, hecho cine. Desde la escultura greco-romana del primero hasta el retrato del urban cowboy del segundo. Ha atardecido Redford, sin despeinarse, como el aviador que fuera en El carnaval de las águilas y en Memorias de África, tras un horizonte mítico, en el último sol tras las montañas. Pero siempre les recordaremos a ambos deliberando si arrojarse al precipicio y al río. Esos segundos de duda poética y política: «ESTRAGÓN: ¿Cuánto tiempo llevamos juntos? VLADIMIR: No sé. Quizá cincuenta años. ESTRAGÓN: ¿Recuerdas el día en que me arrojé al río Durance? VLADIMIR: Trabajábamos en la vendimia. ESTRAGÓN: Me rescataste [...] Ahora me pregunto si no hubiese sido mejor que cada cual hubiera emprendido, solo, su camino. No estábamos hechos para vivir juntos [...] VLADIMIR: Todavía podíamos separarnos, si crees que es lo mejor. ESTRAGÓN: Ahora ya no merece la pena».

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