Ojo de buey

Otro siglo de oro

Cumple un siglo –atravesando dos– La quimera del oro, de Chaplin. 1925-2025. Y se repone en salas cinematográficas de todo el mundo: su esfera ... natural. Chaplin fue un día el rostro más famoso del planeta. La criatura más imitada de la historia. Desde el bombín hasta los zapatos. Los dos polos de un personaje que constituyó la escultura de lo humano entre dos guerras carnívoras. Desde la primera hasta Hitler, quien tuvo que sufrir en bigote propio el contraataque de la comedia en la figura de un barbero judío. La caricatura que le infligió Chaplin, a tumba abierta (del cómico), contribuyó sin duda a la defenestración pública del dictador. Aún todavía, esa escuela política de la comedia logra en ocasiones desenmascarar a tiranos, presidentes, plutócratas y señores de la guerra, perfilando su fantoche y advirtiendo de la amenaza que suponen. Véase a Meryl Streep imitando a Trump. Todavía hoy –quienes transitamos entre el XX y el XXI– evocamos a Charlot (el Charlot que llevamos dentro) girando el puño en manivela y caminando acelerados con los pies abiertos en cuña. Y seguimos llamamos «charlotada» a la mezcla entre lo grotesco y lo iluso. A la forma en que, con frecuencia, interpretamos cada cual nuestro número en el circo de la vida. Como podemos: abriéndonos paso, armados sólo con un bastón (y un bigote, si acaso), entre accidentes, entuertos, penas, malotes, fracasos y... quimeras. Defendiéndonos en modo picaresco. Comiéndonos las uñas y hasta los zapatos ante las modernas catástrofes de los tiempos modernos. Pues este oro centenario, no hace falta más que volver a descerrajar su cofre para comprobar que no es oro viejo, sino deslumbrante. Oro puro. Vertido en el odre nuevo de la opulencia digital y del 4 K. Chaplin, Charlot: no hay más que regresar a él y funciona siempre. Enséñenselo a sus hijos e hijas (ha habido en el cine, por cierto, magníficas actrices chaplinescas). Sus estrategias, su inteligencia, sus modos, sus trucos, sus juegos: es infalible. Siempre resulta oro nuevo. Un cedazo de pepitas de oro, a pepita por plano. Enséñenles, aprovechando la efeméride, La quimera del oro. Si es en un cine, mejor. Para el tamaño y fondo níveo (nunca más propio) de su pantalla fue imaginada. Para su tiempo, los turbios y rugientes 20. Una fábula satírica sobre la febrilidad del enriquecimiento (la rush, la Gold Rush: título original de la película), sobre la avaricia (cuya tragedia había rodado Stroheim hacía sólo un año, en Avaricia) y sobre la pobreza crónica del hombre común, que en la película alcanzaba su crisis más aguda, cuando el protagonista, muerto de hambre, se veía obligado a «autodevorarse» comenzando por los clavos de sus zapatos, chupados como caramelos (y de caramelo eran). Y no sólo el personaje, sino que era el propio Charlot el que se comía por los pies su propio personaje en esa secuencia. Aunque como el poeta que también era indultaba a unos panecillos que le servían como piezas de un ballet delirante, del delirium tremens de un estómago vacío. Una fábula alumbrada en vísperas de una crisis económica doméstica (y mundial) que pulverizaba las reservas de oro y que hubiera convertido (en este caso reconvertido) al buscador de oro de Klondike en uno de aquellos arruinados sin zapatos que dormitaban en los callejones o en los parques de la ciudad. O sea que estaba escrito que el expedicionario volvería a sus orígenes: el méndigo, el hambre, el ingenio. Se reestrenó La quimera del oro –narrada, «explicada», por Chaplin– en los años 40, cuando en el hombrecillo que se come su calzado o en el gigante que cree ver en el hombrecillo a una gallina y lo persigue por la cabaña cuchillo y tenedor en mano para comérselo, los españoles de la posguerra reconocieron a su Carpanta, al carpantismo, que caminaba por el tebeo imaginando pollos, platos de sopa humeantes y chuletones, sólo existentes en la superficie de una quimera mental, dibujada, que no en vano se llamó siempre «bocadillos».

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