Ojo de buey

Así que pasen cinco años

Sábado, 27 de septiembre 2025, 22:36

París es una ciudad que renueva incesantemente sus misterios, sus mystères, como llamó Eugène Sue las legendarias entregas sobre el entramado de sus intestinos, de ... sus bajos fondos, de su entramado apache. Una ciudad que convierte su arquitectura en figuras del espíritu, y así su catedral es una gran señora, nuestra gran señora. París no ha dejado de reinventar a Victor Hugo o a Eugéne Sue. De recrear su vientre, el vientre de París. Superponiendo siglos y construcciones. Desde las alcantarillas hasta las gárgolas. Haciendo del medievo y de la modernidad un solo tiempo: el tiempo de París. La revolución permanente; en medio de no pocas batallas ideológicas y estéticas. Nunca cerradas. Pero siempre gana.

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Y así, en el corazón del Louvre se levantó una pirámide de cristal ya fundida con la piedra e inseparable de la memoria de ese espacio. Nadie recuerda que no haya estado siempre allí. Y así, en el perímetro del vientre de París, pegado a lo que fuera su mercado de abastos, el mítico Les Halles, donde hasta el último tercio del siglo XX colgaban las piezas de carne y rebosaban los puestos de verdura y cada mañana se alzaba un coro de voces de vendedores y relinchaban los caballos que arrastraban los carros con las viandas y las cestas repletas de la huertas perfumaban el barrio; pues allí se elevó en 1977, emergiendo de su hueco, un mecanotubo neogótico, la cubierta de un crucero varado; una caja de luz donde habría de alumbrarse durante cincuenta años zonas del cerebro de la contemporaneidad. La primera vez que estuve allí, aún en su plaza había faquires, tragafuegos, danzantes y chamarileros, como si la troupe de la zíngara Esmeralda se hubiera mudado al presente sin renunciar a la magia, a la maravilla, al riesgo y al misterio, a lo que nunca renunciaría el Centro Pompidou: ya antiguo Centro Pompidou; o Beaubourg, como siempre he preferido llamarlo por aludir a la belleza del burgo. Como si, en fin, la caravana de la Esmeralda de Hugo se hubiera afincado en torno a Matisse, Kandinsky, Dalí, Beuys, el Surrealismo o –la última, la postrera (e inmejorable por sus características)– Wolfgang Tillmans: la nueva tribu, los nuevos apaches, los nuevos ciudadanos y ambulantes del arte. Han coincidido en París (porque París, como ciudad de dos orillas para todo, es una ciudad donde coinciden, se enfrentan y dialogan las cosas; de ahí la corriente de arte, siempre caudalosa, compleja y luminiscente) la reapertura de Notre Dame y el cierre del Pompidou. Es impresionante, desde luego, deambular por esa inmensidad rescatada de sus cenizas, asistir a la reinvención de su blancura y de su luz caleidoscópica gracias la cantería high-tech; y fue emocionante y profundamente melancólico recorrer en tiempo de descuento la que fuera primera catedral high-tech de las artes contemporáneas a punto de convertirse en un esqueleto metálico, de fábrica de la primera edad industrial. Y en los cristales y paredes de sus estancias estaban inscritos los grafitis de sus antiguos moradores; despidiéndose. De todo el mundo que había habitado ese espacio durante medio siglo. Yo no pude contener las lágrimas; pues esa caja se lleva algunos de los momentos más espléndidos de mi vida; más felices; de gozo y de aprendizaje. De diversión y asombro.

De amor. Y recordaba esa tarde de junio los rostros de los empleados y empleados de las salas, que hemos visto renovarse a lo largo de varias generaciones y que ahora nos mensajeaban sus corazones, convocándonos en un lustro. Recordaba el mapa de París que se contemplaba desde su última planta; cómo localizabas en él a Hugo, a Dumas, a Sue, a Truffaut o a Monet. Nos trajimos en 1981 a casa un Beaubourg pequeño, de plástico; un souvenir del edificio provisto de una pequeña pila para alimentar una bombillita que alumbraba su interior, trémulamente. La volvimos encender el otro día. Para mantener vivo el rescoldo de su misterio. Como un pequeño sagrario, sí. Y así que pasen cinco años.

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