Ojo de buey

El hotel eléctrico

Sábado, 12 de julio 2025, 23:21

Era el título de una peliculita literalmente maravillosa, de 140 metros y apenas unos minutos, que realizara el genio turolense Segundo de Chomón en 1908 ... en Francia. La pueden ver en youtube. Corría la belle epoque y el turismo burgués –recién inventado– se extendía gracias a las grandes líneas de expresos y transatlánticos, antes de que sobreviniera el viaje al sumidero de la Gran Guerra. Los Hoteles de lujo competían por ofrecer las comodidades del nuevo siglo: lo último en luz y en agua. Hasta el punto de que parecían encantados. Todo parecía funcionar por arte de magia. Eran el prototipo de lo que llamaríamos actualmente 'edificio inteligente'. Y así, Chomón, sirviéndose de la truca en la que era un virtuoso, realizó un juguete cómico memorable en el que un matrimonio un tanto tartarinesco se alojaba en un hotel moderno, sin personal de servicio, y en el que cada elemento se activaba mediante automatismos. Las maletas se deshacían solas a gran velocidad, el cepillo de pelo peinaba sin ni siquiera tocarlo, los cepillos de los zapatos abrillantaban los botines de igual manera, o sea, locamente, y un completo servicio de barbería lograba con idéntica autonomía un afeitado perfecto. Pero al final, ¡ay!, una especie de Mago de Oz borracho que era el que operaba en una cabina de control subterránea provocaba un cruce de cables y el caos. La inteligencia eléctrica del hotel terminaba por tragarse al matrimonio, incapaces ya de dominar los objetos y útiles de la habitación. Y ahora, díganme si nos les ha recordado en alguna ocasión –más quizás en estos meses de expediciones estivales– a los dispositivos del hospedaje electrificado de Chomón la domotización de algunos alojamientos hoteleros, cuando no la simple sofisticación de sus mecanismos. Yo lo primero que miro, por ejemplo, al entrar en la habitación del hotel de turno, es el panel de mandos de la ducha, intentando prever si seré capaz de que caiga a la mañana siguiente lo que venía siendo un chorro de agua caliente por la alcachofa, porque la panoplia de manubrios, grifos y signos gráficos de la bañera rivalizan con el frontal de instrumentos de un Boeing. Claro que tras la ducha hay que pasar a manejar la máquina de café del desayuno, provisto también de un menú digno de una plataforma de smart tv. El protocolo de acceso al propio hotel ya resulta en algunos casos, no en todos –porque siempre hay recepcionistas benevolentes con el viajero tartarinesco que soy yo–, un test digital. En un hotel en el que estuve la semana pasada, fuera de España, en una planta 27, la forma de acceder al ascensor y de ascender a tu planta, con la llave-tarjeta (la que se solía desactivar) era un complicadísimo juego de cartomancia sobre pantalla táctil, al que no siempre respondía el sistema.

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Aun más alambicado fue sintonizar los canales televisivos –misión imposible–; el aire acondicionado era como una tablet a programar; la acción de apagar todas las luces de la habitación para dormir, una verdadera verbena hasta que lo logré, no sé cómo, y me costó varias conversaciones con compañeros de viaje el averiguar cuál era el interruptor para bajar el store del ventanal. Es que se ringla hasta Marco Polo. En fin, que sin menospreciar el placer que me proporciona la estancia en hoteles, que pese a su reseteo adoro, y que se acerca un ideal de vida, añoro, vaya, aquellos hoteles u hostales con una llave-llave, con el número de la habitación grabado, como una divisa, en el triángulo de madera (o metacrilato, en una versión posterior) al que estaba anillada y que golpeaba contra la puerta cuando la habrías y que cuando se la devolvías al recepcionista al salir quedaba colgada en un pequeño casillero.

Esperándote. Era una sensación familiar, nada eléctrica. Allí te aguardaba hasta tu regreso la llave del cofre del descanso. Y todo era fácil y casero. Como la propia cámara cinematográfica con que filmara Chomón su película, que se le había fabricado con una caja de pasas de Málaga.

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