Ojo de buey

De gorra

La responsabilidad –en todos sus géneros– está muy mal repartida por el orbe. Y de hecho, esa desigualdad es una bula, una potestad de clase ... o de poder. Puro y duro. Cuanto más geopoder o más criptoceros en la criptocuenta se tienen, o de más desfachatez se disfruta, el índice de responsabilidad sobre los efectos colaterales y nucleares de lo cometido disminuye de una manera inversamente proporcional. Es matemático. A la par que trágico. La Historia es un gráfico loco de cotas y simas de irresponsabilidad. Un elenco de desaprensivos. Sobre todo por las alturas, una cima desde la que casi nadie se hace cargo. Eso es una cosa de pobres, el hacerse cargo, el responder: la culpa. La culpa solo existe en los pisos inferiores, a pie de calle, donde todo se paga, donde todo sale muy caro. En la esfera del común. Porque luego existe una estratosfera, como protegida por un escudo espacial, en la que a sus ocupas todo les sale gratis. Frente al resto (que son inmensa mayoría) de los mortales, desprovistos de cualquier tipo de escudo, de exoneración o de aforamiento. Muy al contrario, más bien desaforados: por seguir, por resistir, pagando a muy alto precio errores a veces muy pequeños, o incluso involuntarios, o errores de otros. Lo que no sucede en la estratosfera impune, donde megaerrores, tan deliberados como agresivos, cuando no directamente violentos, salen a precio de saldo. Lo ordinario, donde vivimos cotidianamente, es esa esfera doméstica e insomne de la preocupación continua; la que es sensible al padecimiento propio y ajeno. La que se atiene a las consecuencias. No es el caso –sin ser el único, desde luego– de Elon Musk, criatura de una órbita desvinculada de la realidad de millones de terrícolas, impermeable a cuestiones y dramas y cuyo único instrumento de trabajo es una motosierra para cercenar el futuro. Una motosierra con los picos dentados de la rúbrica de Trump (queda para un grafólogo independiente la interpretación psíquica de esa firma). Musk es el modelo de irresponsable planetario. Para él, la gente es una carga, una rémora, que lastra la grandeza de su país, cuya dimensión se mide por la de su fortuna. La gente (incluso los que votaron a su marca electoral, y muchos ya se habrán dado cuenta) es solo gasto público. Una merma de la cuenta de beneficios. Sobre todo de los suyos. Y a eso se le llama «mundo libre».

Publicidad

Veo la foto de Musk en el Despacho Oval, el viernes. Pasaba a despedirse o no. Como Elon por su casa, blanca. Trump ni se levanta de su asiento, mostrando una sonrisa estreñida. Se les ha roto el amor. Un amor interesado. Pero se intenta hacer pasar por una ruptura amistosa, de espíritu deportivo, lo que en cambio bien podría ser el prólogo de unas inmediatas guerras civiles cesáreas. De consecuencias, de nuevo, globales.

Pero ahí está Musk, no sé si en calidad de cheerleader de Trump, o de su entrenador. Viene como de un final de las grandes ligas de béisbol, o de la NBA. Lleva camiseta y gorra informales. Le falta agitar banderines. Y es que así es el mundo según Musk: una liga de plutócratas, musculados en el gimnasio premium del capitalismo desregulado. Trump lo mira de reojo, preguntándose quién era este tío. Claro que Musk se pregunta lo mismo del tipo que sigue sentado en la mesa, limpia de cualquier herramienta de trabajo.

Ambos, el Trump y el Musk –como dos personajes del Ubu Rey de Alfred Jarry–, solo se acuerdan de que compitieron durante algún tiempo viendo a ver quién movía el esqueleto de una manera más ridícula desde un escenario lleno de globos. Todo le ha dado siempre igual a Musk. Y tras el desastre causado, dice que se las pira. Tan campante. Ahora le toca hacer Marte grande de nuevo. Y todo lo ha hecho con la gorra.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

¡Oferta especial!

Publicidad