Teresa Cobo, José Ángel Martínez, Javier Ezquerro, Pablo Álvarez, Alberto Gil, María José Lumbreras y David Fernández Lucas, en la redacción planificando el periódico en papel. Sonia Tercero
El apagón por dentro

Y todo a media luz

Sacar un periódico es un milagro cotidiano, pero lo del lunes se convirtió en una carrera de obstáculos casi circense

Pío García

Logroño

Miércoles, 30 de abril 2025, 07:19

Llevo treinta años en esto y no sé cómo se hace un periódico. Uno escribe lo que le piden o lo que quiere, según los ... casos, y de pronto eso aparece publicado, primero en la web y luego en el papel. Antes, cuando la rotativa estaba en el sótano, se intuía que aquella formidable máquina, que emitía unos sonidos antediluvianos, tenía algo que ver con el producto final: era una gozada, casi una drogadicción, coger los periódicos calentitos y con la tinta aún fresca. Luego llegó internet y todo se volvió etéreo y urgente, todavía más incomprensible. Supongo que habrá alguien que sepa cómo se hace un periódico; a mí me parece un fenómeno sin explicación racional posible. Con menores milagros te hacen santo. Estoy hablando de los días normales: cuando hay una agenda, se discute, se baja a la calle, se pregunta a la gente, pasan cosas, algunos temas salen y otros no.

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Pero el lunes ese prodigio cotidiano superó cualquier límite, como en esos concursos televisivos en los que se van añadiendo dificultades hasta que el participante se pega un trompazo o cae por un abismo. ¡De chiripa no nos pegamos un buen trompazo! Si empezamos por orden cronológico, y dada la escasa presencia de físicos nucleares en la redacción, al principio atribuimos el apagón a un chiste. Quizá les sorprenda saber que aquí citamos poco a Faulkner pero tenemos gran habilidad para convertir los chistes malos en acontecimientos imprevisibles.

– Si un hombre va a comprar pan y lleva dos días sin volver, ¿dónde esta?

–...

– ¡En panadero desconocido!

Y en ese preciso momento se apagaron las luces y los ordenadores. Eran las doce y media. Cada vez que un artículo se esfuma, el redactor pierde dos años de vida. No es de extrañar que, al borde del colapso nervioso, se le escape algún mecachis. Sin embargo, la luz volvió a los pocos segundos y los ordenadores parecieron recuperar la vida como si les hubieran hecho un masaje cardiaco. Pronto descubrimos que esa resurrección era incierta y provisional: habían entrado en funcionamiento los generadores autónomos. La ciudad entera sufría un apagón. La región entera sufría un apagón. ¡El país entero sufría un apagón! Por la calle se oía a las señoras hablar de Putin.

Uno empieza a intuir que las cosas se han puesto verdaderamente chungas cuando los informáticos no dicen «apaga y enciende» desmayadamente, como con desgana, sino que ponen cara de susto y dictan medidas expeditivas y fulminantes. Había que apagar ya todos los ordenadores y mantener encendidos solo los equipos que alimentan la página web. La redacción quedó de pronto en penumbra. Hay cuadros de Caravaggio con menos claroscuros: la luz del día –jubilosa, potente– entraba por las ventanas y lo llenaba todo de sombras.

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Diego Sáenz de Tejada, realizador de TVR, ante las pantallas fundidas a negro. S. T.

Los redactores nos fuimos a ver cómo respiraba la ciudad. Los corresponsales recorrieron las calles de sus municipios, hablaron con los vecinos, preguntaron a los alcaldes. Los fotógrafos salieron con sus cámaras a la caza de la instantánea reveladora. A un servidor, por ejemplo, le tocó pasar la mañana en la estación de trenes, convertida en lánguida sala de espera de ferrocarriles que ni llegaban ni salían. Lo primero que me encontré fue a un señor que hablaba con alguien por el móvil y gritaba: «¡Dicen que hasta en Finlandia! ¡En Finlandia también!», como si se estuviera desencadenando la Tercera Guerra Mundial. Esas pequeñeces son las que me hacen pensar que aún somos necesarios.

Mientras tanto, en la redacción, las compañeras y el compañero de la web no daban abasto a ordenar y subir las notas que, un poco a vuela pluma, íbamos mandando vía wasap los enviados especiales al apagón. La maquinaria de internet funcionaba a todo trapo, aunque la debilidad de la red hacía que nuestra función quedase a veces en el aire, al albur de las conexiones.

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El problema se complicó por cien –tal vez por mil– al diseñar el periódico en papel. La experiencia en catástrofes ayuda a mantener una inexplicable confianza en la resolución de problemas irresolubles. La directora, los demás jefes de la redacción y los maquetadores, reunidos en cónclave en una capilla sixtina con plafones, discutieron casi a oscuras la portada, la distribución de páginas, la jerarquización de noticias: qué era más importante, qué era menos importante.

La electricidad fue volviendo poco a poco. Lo supimos porque un semáforo se puso verde. Con cierta prudencia, sin abusar, como si fuésemos abueletes de posguerra y sufriéramos mirando correr el contador de la luz, empezamos a encender los ordenadores y a ir escribiendo páginas, pendientes siempre de las últimas incidencias, de las nuevas comparecencias, de las (escasas) explicaciones. Y justo en ese momento de torbellino, cuando los compañeros de Última Hora se afanaban en ir despachando las páginas terminadas, el sistema se cayó. No les puedo decir cuánto tiempo estuvo bloqueado, con esos mensajes crípticos que asaltan las pantallas y parecen escritos por un bebé poseído o por unos alienígenas disléxicos. Solo sé que al final, de alguna manera, los compañeros consiguieron darle al botón y las páginas acabaron cruzando el éter. Llegaron a su destino justo cuando la imprenta estaba a punto de convertirse en calabaza. Ayer, a primera hora, estaba el periódico en los quioscos.

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Como ven, no sé muy bien cómo lo hicimos. Sí les puedo anticipar que estamos jugando con fuego: en la redacción seguimos contando chistes. Prepárense para el meteorito.

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