Imre Kertész y los puerros de Nerón
Gacetilla de un tipo confinado (IX) ·
Ayer lo más importante de mi vida, aparte de las ineludibles cuestiones fisiológicas, fue hacer la comida: lentejas con cebolla, chorizo y puerroYde repente el calor. A media tarde escuché la Pasión según San Marcos, de Bach (la versión de Jordi Savall, que es un prodigio de belleza) y que me permitió durante casi dos horas sostenerme en 'La última posada', del escritor y periodista húngaro Imre Kertész. Navegué dulcemente mecido por la partitura entre las páginas de un libro de despedida –casi un dietario– de un autor que caminaba a esas alturas de su vida entre el abismo de la existencia y las contradicciones que le producía su ansia de libertad. Como explica Antonio Muñoz Molina, esta obra es un híbrido de diario y de tentativas de ficción, una poderosa invención literaria y un documento amargo sobre la depresión y la vejez: «Siempre llevamos con nosotros nuestra vida y la vida es absurda, de manera que hay que tratarla con la debida reserva y flexibilidad, como algo que no tiene mucha importancia, sobre todo mientras muestre su lado más favorable», reflexionaba Kertész.
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Y ayer lo más importante de mi vida, aparte de las ineludibles cuestiones fisiológicas, fue hacer la comida: lentejas, siempre tan recomendables, azoradas con chorizo, pimiento verde, cebolla, zanahoria, un diente de ajo y puerro, que es una verdura filiforme y sin demasiada personalidad exterior (con esa melena desvencijada e incoherente) pero que todo lo que toca lo ahorma de una profundidad de sabor asombroso. Es una verdura paradójica, poco valorada y de origen incierto, aunque Plinio relataba que el pirómano de Nerón moría por ella: «Por causa de aclarar la voz, no comía en ciertos días de mes otra cosa alguna, ni aún pan, sino solo puerros con aceite».
Vi a cada uno de mis vecinos aplaudiendo. Éramos todos y me percibí en cada uno de ellos con total nitidez
Me gustó el anochecer. Tengo la suerte de adivinar desde una de mis ventanas la sierra de Cantabria y una tirita débilmente anaranjada rodeaba el perfil de las montañas para protegerlas de la escuálida nubada que llegó antes de crepúsculo y de la salva de aplausos cotidiana, tan necesaria y reconfortante como puntual.
A Imre Kertész le concedieron el Nobel en 2002: «Necesito recuperarme de los daños que me ha causado el premio como si nada hubiera ocurrido. La popularidad es repugnante, ridícula y agresiva después de que durante décadas en Hungría ni siquiera se supiera que yo existía, aparte de las autoridades policiales».
Kertész aseguraba que con el tiempo las personas «cambian hasta volverse irreconocibles». Ayer, sin embargo, vi a cada uno de mis vecinos aplaudiendo. Éramos todos a la vez y me percibí en cada uno de ellos con más nitidez que nunca.
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