La primera vez que visité el Coliseo de Roma recordé algunas de las escenas más logradas de la película 'El gladiador', de Ridley Scott, Oscar ... al mejor actor, a la mejor película y a la mejor banda sonora. Las escenas a las que me refiero tuvieron como verdadero protagonista al pueblo, al pueblo de Roma, señor y soberano. Y su soberanía la mostraba especialmente en ese momento trágico de elevar el dedo pulgar hacia arriba, concediendo la vida, o volverlo hacia abajo condenando a la muerte a aquellos pobres desgraciados gladiadores o cristianos. Se trataba de una batalla en las gradas entre los fans de la vida y los fans de la muerte.
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Llevamos ya ocho meses largos con la pandemia del coronavirus que nos va a cambiar sí o sí. La mayoría de la población está sufriendo por miedo al contagio, por miedo a la muerte, por miedo a la falta de recursos, por miedo al futuro de los hijos. ¿Por qué esto de la eutanasia ahora? Por la misma razón que lo de la memoria democrática (¿?). No hace falta ser sociólogo ni premio Nobel para caer en la cuenta de que con estas historias de la memoria democrática, del Valle de los Caídos y de la eutanasia, dejaremos de criticar al gobierno, a los gobiernos y a los que mandan, por la forma en que están gestionando nuestras vidas y nuestras muertes, y las de nuestros hijos.
¿A qué viene esta propuesta de una ley que plantea el suicidio asistido –que eso es la eutanasia– precisamente ahora, cuando hace muy pocos días nos invitaba el propio gobierno a celebrar el día de la 'Prevención del suicidio'? Cualquiera que tenga dos dedos de frente podrá apreciar la incongruencia que supone decir que «la vida es mía y sólo mía, y me la puedo quitar», y a la vez pedir a otro –a la sociedad organizada– que elimine mi vida y así hacer imposible todo tipo de sufrimiento. Esto es lo que quieren legitimar. Los obispos españoles, en un comunicado reciente, han dicho «no hay enfermos 'incuidables', aunque sean incurables». Y abogan –como es de cajón– por una adecuada legislación de los cuidados paliativos que responda a las necesidades actuales que no están plenamente atendidas.
Hace poco falleció un gran médico e investigador genetista francés, Jerome Lejeune, al que tuve ocasión de saludar en la Universidad de Navarra cuando le nombraron Doctor Honoris Causa. A sus 32 años descubrió la primera anomalía cromosómica en el hombre, el Síndrome de Down. Trabajó hasta su muerte cuidando y tratando a centenares de niños y jóvenes con el Síndrome de Down y otras patologías genéticas.
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Esto es la que necesita la sociedad, gente que apoye la vida, no que apoye la muerte. Otro fenómeno de la medicina, también francés y de religión luterana, miembro de la prestigiosa Academia Nacional de Medicina, Pierre Chaunu, dijo de Lejeune lo siguiente, que es para atarlo al dedo en estos momentos de engaños, mentiras, demagogia y sectarismo populachero: «Más impresionantes y más horrorosos aún que los títulos que recibió son aquellos de los que fue privado en castigo a su rechazo de los horrores contemporáneos: no podía soportar la matanza de los inocentes, el aborto y la eutanasia le causaban horror. Creía que la eliminación de un ser humano es un homicidio, que la libertad que se toma el fuerte sobre el débil amenaza la supervivencia de la especie». Esto decía un gran médico de otro gran médico.
Termino trayendo a colación lo que me decía un pastor de cabras en un pueblito que yo atendía los domingos, cuando empezó hace ya algunos años todo el lío del divorcio y del aborto: «Mire usted, una puerta que se abre, aunque sea un poquito, acabará abierta del todo». Y así ha sido. ¿Pasará lo mismo con la eutanasia? No duden que sí.
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No me quiero poner en la piel, o para ser exactos, en la conciencia de los médicos que tengan que intervenir, sí o sí. ¡Que no les pase nada a esos grandes profesionales y que no nos pase nada a los que ya peinamos canas! Amén.
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