Cuando mis diez años llegaron a Logroño a estudiar en el internado, todo en la ciudad me parecía novedoso y extraño. Para un niño de pueblo, que lo más parecido a una ciudad que había visto era el ajetreo sabatino de Santo Domingo y el bullicio de las fiestas del Santo, Logroño era una urbe deslumbrante con sesenta mil almas, que empequeñecían las quinientas del pueblo natal. Ahora puede resultar raro, pero entonces Logroño me envolvía con su pátina de fascinación y me daba esa sensación de señorío y de lujo que sólo se percibía en las grandes ciudades. Los ojos de mis diez años se asombraban ante las vías del tren y la pasarela que enlazaba el centro con las asombrosas carteleras del cine Olimpia; con la estatua del general y su Espolón; con la grandeza del Ibiza o La Granja; con aquellos Portales que mostraban, tras las cristaleras, las mágicas escenas del cinematógrafo; y con el reloj, aquel curioso reloj, que cantaba en su torreta «Ya se van los pastores a la Extremadura» y tocaba la sirena, que había oído, por primera vez, unos meses antes, cuando la Caja me llevó quince días a la colonia infantil de Nalda. Sí, Logroño era una ciudad desconocida con una gran plaza de abastos, campo de fútbol, plaza de toros y, sobre todo, cines, muchos cines de doble sesión continua.
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Con el paso del tiempo y mis estudios en Zaragoza y Madrid, aprendí lo relativa que resulta la grandeza, pero siempre quedaron en la oculta retina de mis recuerdos aquellas sensaciones percibidas en los logroñeses años sesenta; sensaciones que conforman mi memoria de infancia, esa infancia redentora que nos acompaña en los vaivenes de la existencia. Mas, aunque persistan los recuerdos, los oscuros meandros de la vida se llevan en sus reciales aquellos objetos, lugares y sonidos que nos asombraron y que tanto llegamos a amar. Se van poco a poco, como una enfermedad lenta e irreversible. Algunos desaparecen por la lógica de los tiempos: se alejaron las vías del tren y se fue la pasarela; desaparecieron los viejos cines de doble sesión continua y sus añoradas carteleras..., pero otros se van sorprendentemente, sin justificación aceptable, dejándonos sumidos en el abandono, el estupor y, tal vez, la indignación. Esto último ha ocurrido con el obligado silencio del reloj trashumante del Espolón y el mutismo de la sirena, llevándose en sus sonidos un pequeño trozo de nuestras vidas. Parece que a alguien le molestaban los tañidos campaneros del reloj y el ulular de la sirena. Me cuesta comprenderlo. A mí nunca me molestaron las horas del reloj ni los toques de esquilo, llamando a maitines, vísperas o nonas; siempre me han parecido parte del acervo cultural e, incluso, familiar, que habita en nosotros. La alegría de sus sones contrasta con la tristeza de sus silencios. Como cuando se va un amigo.
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