Como era previsible, Raquel Romero ha optado por atrincherarse en su sillón de consejera pese a estar expulsada de Podemos por incumplir con la donación ... de parte de su sustanciosa nómina y ser técnicamente una tránsfuga. El argumento de que todo obedece al complot contra su persona por parte del partido bajo cuyas siglas concurrió a las urnas era de manual. La única duda estribaba en cuánto tardaría en ondear esa bandera. Si Andreu le obligaría a justificarse de inmediato para contener el fuego antes de propagarse aún más o seguiría en su búnker hasta protagonizar una escena al estilo de su exrresponsable de Participación semanas después de empotrar su BMW contra un pino en Nochevieja.
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Tan previsible es el patrón seguido como las apelaciones de Romero al compromiso con La Rioja, la estabilidad y tal. Su breve pero abrupta trayectoria dentro del Gobierno regional cuestiona esa parte del guion. Para empezar, porque su aterrizaje como cabeza de lista tras diez años en Berlín fue absolutamente casual. Su elección se concretó a dedo por Madrid como antídoto a la judicialización del partido en la región, en cuya política nunca había participado Romero. El equipo del que se rodeó al lograr su decisivo escaño tampoco rebosaba riojanismo. Sin puestos en el Gobierno en Castilla-La Mancha tras la debacle allí de Podemos, Francis Gil y los suyos negociaron con el PSOE aquí a la vez que lo hacían sin éxito también en Aragón.
Romero ni siquiera fue la primera opción como consejera, sino una Nazaret Martín que tras ser designada se quedó de asesora en el Ayuntamiento de Logroño al airearse un demoledor dosier contra ella. El próximo capítulo está al caer, pero debe escribirlo la presidenta del Ejecutivo que acoge una Consejería que ya no es morada, aunque mantiene a una directora general de Igualdad socialista.
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