Musarañas

Cuando Jerjes marchaba a la guerra contra los griegos se encontró con un árbol imponente, un sicómoro ante el que se quedó hechizado. Hizo a sus militares acampar en torno a él, lo colmó de adornos de oro y al día siguiente antes de emprender la marcha ordenó a uno de sus soldados que lo custodiase hasta el regreso de sus ejércitos. El pasaje lo relata Heródoto en su libro VII de las Historias, pero la fascinación del ser humano por los árboles es tan antigua como nuestra especie, desde el árbol del paraíso bíblico hasta el que inventan los danzadores trenzando cintas de colores alrededor de un madero, pasando por el de Guernica o el que sirvió para que Tita Cervera se encadenase en aquellos días preciosos en los que España era una comedia.

Algunos de los mejores recuerdos de mi vida son alrededor del peral de la huerta de los abuelos de Burgos, un árbol grande y generoso de ramas gruesas y sombra castellana que asistía a nuestras comidas familiares como uno más de la casa. Está el peral de Burgos y el avellano de Briones bajo cuyo frescor había un banquito en el que mi otro abuelo dejaba el morral con el almuerzo cuando iba a regar los puerros. Un avellano de raíces profundísimas con hojas que susurraban y por el que correteaban las musarañas, los nietos y la alegría.

Hay que cuidar esos árboles porque, como en El Rasillo, por sus ramas no corre savia sino la sangre del pueblo, la historia de la familia, la vida de uno y la memoria.