La intimidad es el territorio del secreto y el bochorno. El desván polvoriento donde se arrumba lo peor de nosotros mismos lejos de miradas ajenas ... y tarareamos canciones vergonzantes que adoramos aunque nunca lo reconoceremos en público. Precisamente por eso, porque confiamos en que jamás dará la luz en esa ladera oscura, es también el hábitat de la verdad absoluta. El lugar en el cual uno se confirma tal cual es, sin filtros ni muecas forzadas. Alberto Luceño nunca fue más él mismo como cuando envió un WhatsApp a su socio Luis Medina justo después de que el Ayuntamiento de Madrid confirmara la compra a precio de oro de las mascarillas defectuosas por las que habían intermediado. 'Pa la saca' (sic), escribió en el mensaje. Esas tres palabras mal redactadas le retrataron como nadie lo había hecho hasta entonces ni lo hará en el futuro. Confiado en que nunca trascendería su codicia, Luceño no se expresó como un audaz emprendedor con influencia en China, maneras impolutas, conexiones con el poder y traje facturado a medida, sino como un ambicioso negociante palpándose los bolsillos llenos mientras la gente moría a puñados de COVID. En esa cara B de la realidad absoluta reside también 'el duque emPalmado' con que Iñaki Urdagarin firmaba los emails que enviaban a sus colegas en aquellos años de solemnidad regia y desparrame. Y Gerdad Piqué, cuando comentaba a Rubiales que «si apretamos a Arabia Saudí a lo mejor le sacamos (...) un palo más o dos palos más». Resulta tentador levantar el secreto de sumario de esa intimidad privada y grosera que nunca almacena cápsulas de bondad. Tener el derecho a saber cómo son en realidad esos poderosos que borran de golpe su sonrisa y se frotan las manos en cuanto se apagan las luces y mutan en lo que son: personajes sin escrúpulos para quienes la intimidad es solo su particular ciénaga donde el lujo no tapa el mal olor que desprende.
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