Mi amigo Quintín tenía mucha imaginación. En aquella infancia de niebla en que los veranos no acababan nunca y eran una fiesta de agua y ... de cangrejos, era el jefe de la cuadrilla. Ideaba aventuras descabelladas y le seguíamos a los mundos que su afán inventaba. A Quintín le llamábamos Fumarro por su afición a los cigarros. A pesar de sus doce años, sabía echar el humo por la nariz y encontraba las mejores raíces secas, en nuestras correrías por el Háchigo, con las que simular puros habaneros y, al prenderlas y aspirar su humo negro, era el único que no tosía ni escupía. Como era sobrino de la Palmatoria, entraba al chiscón del bar y recogía colillas, que desmenuzaba para, con doble papel de librillo, formar cigarros de picadura que se colocaba en los labios mientras decía: «Esto es caldo de gallina». Como don Ángel, el jefe del Servicio Nacional del Trigo, le mandaba frecuentemente al estanco con la frase «tráeme un paquete de caldo», no extrañó a Socorro, la estanquera, que comprase por dos pesetas un paquete de Ideales. Fue cuando nos hizo aquella apuesta descabellada de que haría fumar a un animal, jugándonos dos caramelos coreanos, que tenían palito y barquillo y costaban dos reales cada uno.
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Primero lo intentó con mamíferos inteligentes, pero ni Licores, el perro manforita de Tomasete, ni el burreño Santalón ni el buey Garroso pusieron interés en el experimento, que se saldó con una coz y un rebuzno lastimero de auxilio. Luego pensó –ya he dicho que Quintín tenía mucha imaginación– que un pico era apropiado para sujetar el pitillo, por lo que probó con aves de corral y pájaros gárrulos, pero solo consiguió gastar medio paquete de Ideales, pues rompían el cigarro con el pico antes de arrojarlo con un movimiento de cabeza. También lo intentó con una rata, cazada con la ayuda de un botrino, cebado con tocino, y con mucha paciencia, pues hubo de quedarse media noche en vela, hasta que la rata se enredó en el redejón, ya que sus dientes la hubieran liberado con facilidad de no andar presto. No consiguió que la bicha fumase, pero se llevó un mordisco con el que perdió un trozo de uña.
Como Fumarro viese peligrar la apuesta y no era cosa de pagar una peseta por los dos coreanos, no tuvo más remedio que pedir prestados unos jerseys y, al anochecer, al divisar el perfil de sinalefa de los murciélagos crepusculares, los lanzó hacia arriba, a la vez, para interrumpir el vuelo a zarpazos de un murciélago, que cayó enredado en la lana. Le puso un cigarro en la boca y vimos enrojecer la brasa de tabaco con cada calada del animal. Pusimos una perra gorda cada uno para pagar los coreanos, aunque hubo discusión por no tener mérito, ya que los murciélagos crepusculares son fumadores por naturaleza. Es bien sabido.
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