Aquella escuela amenazaba ruina y en los agujeros del tejado colgaban sus alas membranosas algunos murciélagos crepusculares. Escribíamos con lapiceros, chupando la mina antes de ... escribir, aunque no sé muy bien por qué, y, alguna vez, con plumas, de las que se podían cambiar las plumillas si se caían al suelo y se rompían. Se mojaban en el tintero del hoyuelo de la mesa y echaban muchos borrones, absorbidos con papel secante, pero quedaban las manchas, oscuras y persistentes como pecados veniales de purgatorio. Agapito era el encargado de llenar los tinteros y se llevaba algún pescozón del maestro, que siempre decía: «No los llenes tanto que luego se seca». Escribíamos con pluma antes del recreo, para que pudiéramos ir a la fuente de la plaza a limpiarnos la tinta de las manos, de la cara y, sobre todo, de los labios, por la costumbre de chupar el lápiz; y quedaba un sabor ocre y amargo, como de raposo viejo.
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El día en que llegaron el queso, la leche en polvo y la mantequilla de los americanos, había mucha expectación. El alcalde dijo algo del Plan Marshall y el médico que vendría bien para prevenir la desnutrición. La mantequilla salada nos pareció buena, por eso solo nos dieron el primer paquete y no se supo nada más de ella. El queso venía en botes dorados, que el maestro abría con una lima, y, como decía Fermín: «Me gusta más el del quesero», que lo traía de la sierra en los serones del burrégano.
La leche en polvo no sé si quitaba la desnutrición, pero quitaba muchas horas de aprender, porque, nada más llegar, los más fuertes bajaban a la fuente a llenar de agua la enorme cazuela metálica, mientras Lopito, a quien llamábamos Tizón por su cara negra del hollín, encendía la estufa de leña que, en los días calmados o de vientos contrarios, ahumaba la escuela y nos hacía abrir las ventanas. El maestro medía con un cazo el polvo amarillo de la blanca leche, lo mezclaba con el agua y lo ponía a cocer. Primero mandaba atacar bien la estufa de leña, luego comenzaba a resoplar y a enfadarse, porque no arrancaba la ebullición, y acababa echando juramentos y diciendo que los americanos podían meterse la leche en polvo por donde les cupiese, que allí quería ver al inspector y a los del Frente de Juventudes, que por qué no llegaba la mantequilla, que, si él hablase, más de uno acabaría en la cárcel, que no hay vergüenza, que no hay respeto, que no hay educación, que no hay..., hasta que se hartaba y repartía la leche, porque era la hora del recreo, hubiera hervido o no, y algunos se la bebían y otros la echaban por agujeros de lirones, que criaban bajo la tarima. Antes de aprender que Viriato era un pastor muy valiente, como los de Numancia, Sagunto, Las Navas y don Pelayo. Y el ábrego engordaba la nube mientras, posadas junto a la veleta, observaban atónitas cigüeñas.
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