A mí me encantan las noticias absurdamente estivales como la que acaba de ofrecernos la casa de subastas Sotheby's de Nueva York: alguien, en ... pleno mes de julio, ha comprado el meteorito marciano más grande jamás descubierto. Se ha gastado 5 millones de dólares, y estas cosas solo se pueden entender si suceden en verano, que es la época perfecta para esas excentricidades porque la mente se derrite y se pone a funcionar como un ventilador de techo, el cuerpo flota esperando las vacaciones y uno puede empezar a considerar razonable comprarse un trozo de Marte por una millonada. Además, todo lo extraordinario ocurre siempre en verano: Leticia Sabater saca su nueva canción, llegan las luciérnagas y las medusas y los Sex Pistols se suben a un escenario en Santo Domingo de la Calzada. Por eso alguien se ha comprado una gran roca marciana ahora, en esta estación excesiva en la que el calor parece abrir una fisura en la lógica de los días como en esas novelas de Agatha Christie en las que aparece un cadáver flotando en la piscina de una lujosa casa de campo mientras alguien se toma un gin-tonic con hielo traído de Groenlandia.
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El meteorito lleva por nombre NWA - 16788, que suena más a matrícula que a reliquia errante del cosmos, y se estrelló en el desierto de Sáhara con sus 24 kilos de peso. Eso es lo que pesaba yo con 9 años cuando me encontré una piedra con forma de pistola en las cercas de Briones. Era una pistola perfecta, brillante, maravillosa, que guardé todo el verano porque aquel año nos dio por jugar a 'Spenser', una serie de detectives que ponían en la tele. Me acuerdo de aquella piedra y del día que se me cayó del bolsillo al bajar de la bicicleta. Ese día la pistola se deshizo de repente, como todas las cosas que uno cree eternas. Se rompió, perdió su silueta de arma y volvió a su forma original, una piedra como todas las demás y yo la dejé ahí, olvidada en la gravilla del parque.
Un meteorito es una piedra, aunque cueste 5 millones de dólares y sea el pisapapeles más caro de la galaxia. En el fondo me cae bien el tipo que lo ha comprado porque hay algo infantil en tener un trozo de otro planeta en el salón y poder deslizar los dedos sobre Marte mientras buscas el mando de la tele. Yo no entiendo de meteoritos pero he visto muchas piedras, sobre todo de pequeño que es cuando uno está más atento a los prodigios del mundo: la pirita reluciente, el fósil de caracola, la piedra plana que lanzábamos al agua para que rebotara en la superficie. «¡Dos saltos, tres saltos!», contábamos señalando con el dedo. La piedra que fue mi pistola se quedó por ahí en Briones, pero en casa guardo otra que cogí el día que subimos al San Lorenzo. A veces la miro y la sostengo en la mano, y en mi cabeza esa piedra vale mucho más que el meteorito porque esa mañana no estaba solo en la cima del monte; estaba con mi hermano y con mi padre.
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