Aún no he visto la serie basada en la novela, pero sí recuerdo cuando el cine llegó a Macondo, hacia la mitad del relato y ... de la estirpe. Y el efecto que causó en su población, una mezcla de extrañamiento y decepción. Precisamente –¡gran paradoja!– a causa de su realismo mágico. Es decir: no podían aceptar ni comprender «por qué un personaje muerto y sepultado en una película, y por cuya desgracia se derramaron lágrimas de aflicción, reapareció vivo y convertido en árabe en la película siguiente». Adviértase cómo –aun siendo neófitos en la experiencia cinematográfica– recurrían espontáneamente a la exigencia aristotélica de la verosimilitud e incluso a la del público burgués primerizo y –como ahora comprobarán, y tampoco lejos del pensamiento del filósofo– exigían un justo reparto o una justa compensación por el sufrimiento compartido con los fantasmas del lienzo; pues no responde a otra razón la necesidad de la ficción en nuestras vidas, como decía E. L. Doctorow. O sea: la descarga colaborativa del drama. Y por eso «el público que pagaba dos centavos para compartir las vicisitudes de los personajes, no pudo soportar aquella burla inaudita y rompió la silletería». El simulacro de la muerte. Siendo esto, precisamente, lo que la electricidad de la literatura y del cine pretenden: hacer resurgir de las cenizas. Con idénticos propósitos, el argentino Bioy Casares, escritor limítrofe entre la fantasía, la ciencia ficción y el policiaco, ingeniaría un maquina similar en La invención de Morel. Y antes Julio Verne en El Castillo de los Cárpatos. Y hasta el alcalde de Macondo «explicó mediante un bando, que el cine era una máquina de ilusión que no merecía los desbordamientos pasionales del público». Presas de una contradicción entre deslumbramiento y desconfianza, entre alborozo y desencanto, los primeros espectadores de Macondo optaron «por no volver al cine, considerando que ya tenían bastante con sus propias penas para llorar con fingidas desventuras de seres imaginarios». Cierto que al poco, los macondinos reaccionarían con idéntico escepticismo frente al gramófono, otro invento bisagra entre siglos. Y en general frente a todo aquel artilugio que les hacía dudar de «dónde estaban los límites de la realidad», ignorantes de que ellos mismos eran una máxima muestra de esos límites difusos. No habían manifestado, en cambio, un recelo tan manifiesto frente a las bombillas, el tren y el teléfono, que –muy al contrario– fueron vistas como maravillosas invenciones, cuando no –especialmente el teléfono– una prueba divina para testar la capacidad de asombro de los lugareños. Netflix ha llegado a Macondo. Y no se han hecho esperar las reacciones. Pero lo cierto es que –como siempre ha sucedido en la relación entre los espectros de la literatura y los de las imágenes animadas en pantalla, frente a los apocalípticos de esta transfusión– no se borran recíprocamente, sino que se realimentan. Se reavivan. Como rescoldos de la imaginación. Y ahora mismo, la novela de Gabriel García Márquez vuelve a ser un best-seller, a sus cincuenta años de existencia en papel y en el cine que activa en el cerebro cada lectura de sus páginas. Y cuesta encontrar ejemplares en las librerías de medio mundo. Me encanta pensar que estos días de regalos y sorpresas, una mañana o una noche –mejor– alguien abre un paquete y dentro está 'Cien años de soledad'. Y entonces, Macondo llega por primera vez a unas manos, a unos ojos, a una cabeza, a una casa. Y quedará fundada para siempre en la memoria de quien se asome a su acontecer. Y con Macondo llegará, para personas en edad de leer, un torrente de seres y sucesos, una película incesante; pues tanto se parece al cine que aparece y desaparece cada vez, tras cada proyección. Cuando abres y cierras el libro, cuando se ilumina y se apaga el haz de luz de la cabina. Del mito. Buena entrada en el nuevo año, cuyas soledades se verán muy aliviadas si vuelven a entrar en Macondo.
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