Retrato de Paracelso, obra de Peter Paul Rubens.

El doctor Li

«Después de algún tiempo aprenderás la diferencia entre dar la mano y socorrer el alma». William Shajespeare

Jorge Alacid

Logroño

Domingo, 29 de marzo 2020, 09:08

Considerado por los historiadores como una suerte de padre de la medicina moderna, el alquimista y astrólogo (y también médico) llamado Theophrastus Bombast von Hohenheim, conocido entre nosotros como Paracelso, se hubiera admirado si todavía viviera de la escalofriante vigencia de alguno de sus hallazgos, que recobran estos días toda su actualidad en medio de la feroz crisis sanitaria a escala planetaria. Nacido en Suiza, Paracelso vivió a caballo de los siglos XV y XVI. Fue toda una personalidad, sobre todo porque buena parte de sus diagnósticos chocaba contra la cultura médica de su tiempo. De manera que quienes no lo consideraban directamente un hereje tendían a pensar en sus vaticinios como los propios de un iluminado. Sin embargo, para quienes no somos sus contemporáneos, Paracelso se limitó, como tantos otros héroes de la historia, a anticipar el porvenir. A él se debe esa idea luego tan popularizada en la buena praxis sanitaria de que para curar, primero es necesario separar, más o menos como nos avisan estos días las autoridades sanitarias cuando nos instan a quedarnos en casa. Y fue también Paracelso quien legó a la posteridad esa idea luego tan copiada, así en la medicina como en la filosofía, rama mundana: que no hay venenos, sino dosis.

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A Paracelso le hubiera caído muy bien, según se desprende de la vertiente humanista que brilla en sus escritos, el doctor logroñés José Luis Dulín, tristemente desaparecido hace unos años. Quien hace algún tiempo, en estas mismas páginas, condensaba en una maravillosa frase todo su magisterio, que era también una lección de vida. La primera obligación de todo médico, avisaba Dulín, pasaba por coger la mano del paciente y mirarle a los ojos. Luego viene todo lo demás. Pero en esa mirada de atención hacia el desvalido se esconde todo un mundo, como ya había concluido nuestro amigo Paracelso, unas cuantas centurias atrás: «Únicamente un hombre virtuoso puede ser un buen médico».

De sus palabras se deduce que Paracelso también hubiera congeniado con el doctor Li. El primer héroe de la crisis del coronavirus. Otro incomprendido por la clase dirigente de su tiempo, que es el nuestro. Oftalmólogo ejerciente en la ciudad china de Wuhan, Li se apresuró a advertir de la incompetencia de sus jefes cuando su alarma sobre el daño que encerraba el maldito bicho sólo recibió desdén. Como Paracelso, también fue condenado por un pecado que no fue tal: el pecado de la osadía, de la audacia. El doctor Li se atrevió a levantar la voz y lo pagó caro, muerto dos veces en combate. Porque no sólo su salud acabó sucumbiendo a los estragos de la enfermedad, sino que sus últimos días de vida transcurrieron en medio de la muerte civil con que tantos dirigentes condenan a quienes juzga malos ciudadanos, ciudadanos insolentes. En medio por cierto de la indiferencia de sus semejantes: nosotros. Los que no quisimos atender sus avisos. Los que también le tomamos, despectivamente, como uno de tantos profetas del ayer que hoy menudean entre nosotros.

Pero, a diferencia de todos estos compatriotas cuyo número aumenta estos días (los que ya lo sabían, especialistas en esto y en lo otro), Li puede presumir desde la posteridad donde ahora habita de que fue la primera voz autorizada en clamar contra el despropósito de gestión sanitaria que veía levantarse ante sus ojos aunque ignorando aún mientras exhalaba su último aliento (murió el 7 de febrero, más de un mes después de su primer aviso) la dimensión global que alcanzaría la epidemia. De manera que pensar hoy en su desdichada profecía no sólo emparenta al fallecido doctor chino con sus predecesores (todos quienes han ejercido su oficio dentro de la buena praxis profesional, honrando a Hipócrates), sino que anima a la sociedad en esta hora sombría a consumir un valioso bien, aunque intangible. El don de la esperanza. Que anida entre quienes, a despecho de la virulencia del enemigo al que combaten, sostienen que mañana brillará el sol porque habremos sometido al monstruo. Al COVID-19 y a sus hermanos, no menos mortíferos. Los monstruos de la indiferencia y de la ignorancia.

En una sociedad tan pequeña como la riojana, empieza a ser inevitable que crezca la cifra de quienes sienten cercana la pérdida de algún ser querido, víctima de la atroz pandemia. Que mueren en la soledad que reclaman las autoridades para evitar contagios, triste destino que multiplica la amargura de todo adiós. Algunos, como el jefe del GAR recién fallecido, disponen de un tributo póstumo a cargo de sus compañeros, un enorgullecedor consuelo para los suyos. En vida también reciben homenajes parecidos en forma de aplausos los valientes émulos del doctor Li, que arriesgan su vida para protegernos a todos. Paracelso estaría orgulloso. Y también de quienes, siguiendo el ejemplo de los grandes médicos de la historia, son capaces de cogernos la mano, mirarnos a los ojos y decirnos la verdad. Sin anestesia. Ni propaganda.

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