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Belleza industrial

Lugares como Munilla merecen una visita detenida por su sorprendente pasado fabril

Pío García

Viernes, 11 de julio 2014, 15:01

Cuando uno ve una ermita del siglo XVIII ni siquiera se plantea si es bella o fea: es una ermita del siglo XVIII. Nadie duda de que sea necesario conservarla, protegerla, restaurarla, admirarla incluso.

Sin embargo, cuesta mucho más convencer a la gente (y a las autoridades) de que el patrimonio industrial también merece protección. En muchos pueblos riojanos hay huellas de fábricas que fueron importantes y ya no son nada; imponentes edificios que se están pudriendo y cuyas historias se van olvidando poco a poco. La arquitectura industrial siempre tuvo algo de urgente, de ir al grano, de dejarse de monsergas; pero también hay belleza en ese modo sobrio y funcional de construir. Al menos, antes de que se crearan los polígonos y de que la uralita y del pladur lo invadieran todo para volverlo irremediablemente feo y efímero.

Cuando uno visita Camprovín, por ejemplo, se asombra ante el edificio de cuatro plantas, construido en adobe y luego enlucido, que preside la entrada al pueblo. Es el esqueleto de la antigua fábrica de embutidos Iris. Dicen que fue la primera que envió chorizos riojanos al Cono Sur. En aquel tiempo, cargaban los embutidos en bueyes, los mandaban a Haro, los metían en grasa, luego los llevaban a Bilbao y desde ahí los cargaban en un trasatlántico hasta Buenos Aires. Toda esta historia, ese homérico esfuerzo exportador, está encerrada en este inmueble severo como un bloque soviético, ya un poco desvencijado y bastante sucio, que sigue marcando el perfil camprovinés.

En Diario LA RIOJA

  • La serie La Rioja de cabo a rabo, patrocinada por Bankia, continúa el próximo domingo con un recorrido por Baños de Río Tobía (otra ciudad industrial) y Bobadilla.

Esta misma impresión se acrecienta cuando uno se detiene en Munilla. Todo el mundo debería visitar Munilla. Situado unos kilómetros más arriba que Arnedillo, en el valle alto del Cidacos, el pueblo se acuesta entre unas montañas hurañas y desabridas, por donde hace millones de años anduvieron los dinosaurios. Munilla se ha desangrado en un siglo. En el año 1877, superaba los 2.500 habitantes. Era tan grande como Nájera. En el año 2012, apenas alcanzaba los 120. La gran caída se vivió en la posguerra, cuando perdió 1.500 habitantes en treinta años. A la entrada del municipio, los esqueletos de algunas fábricas, tomados por la maleza, conmueven el espíritu tanto o más que un lienzo renacentista.

Munilla tenía (y tiene) tres barrios, quinientas casas, algunas altas y nobles, otras humildes, varias iglesias, casinos. Algunas están bien conservadas, al menos por fuera; otras han caído ya en la ruina. Decía el geógrafo Pascual Madoz, en el siglo XIX: Se cuentan cinco fábricas de paños, siete batanes, ocho tintes y más de 60 telares, en que se emplean 450 operarios, además de algunas mujeres y muchachos. De aquella urbe próspera y agitada apenas queda ya un eco nostálgico.

El patrimonio industrial narra una parte importante de la vida en La Rioja. Han sobrevivido milagrosamente las chimeneas, quizá porque encontraron una extraña utilidad en servir como asiento de cigüeñas, pero otros elementos corren el riesgo de evaporarse sin dejar rastro. Aún estamos a tiempo de salvar piezas tan elegantes como el puente de hierro de Arenzana de Abajo, construido en el año 1925 por los ingenieros Manchimbarrena, Pagola y Palomo, un espléndido ejercicio tecnológico sobre el río Najerilla que ha quedado sin uso y que merece también una visita y todos nuestros desvelos.

En las magníficas fotografías de Justo Rodríguez podemos encontrar ejemplos de esta Rioja industriosa, una Rioja anterior a los polígonos y a las multinacionales, cuando aquí se hacían telas, zapatos, chorizos y jamones.

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