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Tal era el prestigio del pedagogo e intelectual riojano, un hombre bueno, muy querido y respetado. Como escribiría Luis de Zulueta, profesor de la Institución Libre de Enseñanza que llegó a ser ministro de Estado de Azaña, en él «se encarnaban las virtudes que deseábamos resplandeciesen en la nueva España: sentido moral ante todo, unido a una noble elevación en las ideas y en la conducta; patriotismo sincero, alma hondamente española, pero abierta a todas las corrientes del mundo; espíritu avanzado sin violencias: civil y laico, a la vez que íntima y libremente religioso; fundado en la ciencia y en la conciencia; fiel al principio de libertad; consagrado a la educación de nuestro país... Esto ha sido el señor Cossío y esto queríamos y queremos que sea la República Española».
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Sin embargo, Cossío no aceptó el cargo de Jefe de Estado y se excusó alegando problemas de salud e inexperiencia política. Por el contrario, cuando regresó a Madrid deseoso de «estar lo más cerca posible de los acontecimientos», en la estación de tren le esperaba su alumno y colaborador Domingo Barnés, recién nombrado subsecretario de Instrucción Pública (que también llegaría a ministro de Bellas Artes), con un fascinante proyecto al que, esta vez sí, respondió afirmativamente y al que dedicó los últimos años de su vida: la creación e impulso de las Misiones Pedagógicas. Lo suyo no era la política, sino la educación, y, en cierto sentido, esa fue su forma de hacer política.
«La educación es un acto de amor». Es lo que afirmaba y es lo que predicó con el ejemplo toda su vida. Manuel Bartolomé Cossío (Haro, 1857-Collado Mediano, Madrid, 1935) «es uno de los educadores más relevantes de la historia de nuestro país en el contexto de la Institución Libre de Enseñanza», como pone de relevancia el escritor y profesor de Filosofía astur-riojano Luis Alfonso Iglesias Huelga en su libro 'El arte de educar' (Renacimiento).
Además de recuperar «la apasionante vida y obra de Cossío, imprescindible para entender el devenir de la educación en España y su contexto político y social», este ensayo reivindica la «absoluta actualidad» de su modelo pedagógico en cuestiones tan concretas como «la defensa del aprendizaje cooperativo y del análisis crítico del conocimiento» y tan generales y básicas como «la necesidad de un acuerdo estatal sobre educación».
«Cossío –sostiene Iglesias Huelga– inspira el imprescindible gran Pacto Ciudadano por la Educación que debería unir su vertiente política y social con la académica de tal forma que ambas se retroalimenten. Cambio político, visibilidad social e innovación pedagógica resumen una vieja aspiración de Cossío y de la Institución Libre de Enseñanza».
Este libro pone de manifiesto lo que ya resaltó en 1945 el filósofo y pedagogo Joaquín Xirau, que «Cossío fue un factor de innegable trascendencia en la evolución cultural y política de la España contemporánea». El jarrero fue el primer catedrático de Pedagogía Superior, director del Museo Pedagógico Nacional, referente, junto con Francisco Giner de los Ríos, de la Institución Libre de Enseñanza, presidente del Patronato de Misiones Pedagógicas y, hacia el final de sus días, primer español distinguido como Ciudadano de Honor de la República.
Fue además un relevante historiador del arte, destacado por su contribución al conocimiento de la obra del Greco; de hecho, no es exagerado considerarle «su descubridor». 'El arte de educar' pretende, en definitiva, divulgar «el papel histórico, pedagógico, artístico e incluso político que Manuel Bartolomé Cossío jugó en la modernización de la sociedad española», algo que, a juicio de Iglesias Huelga, «debía pasar por la reforma del sistema educativo, el cultivo de la ciencia, la valoración del patrimonio artístico y la búsqueda constante de un proyecto común para España».
La educación y la cultura fueron, en efecto, su modo pacífico pero revolucionario de hacer política en un país sometido por el analfabetismo y la ignorancia, como recuerda el también autor de 'España, la Ilustración pendiente'. Por suerte o por desgracia para Cossío, no vivió lo suficiente para ver cómo echaban por tierra aquel sueño «del arte y la educación, tan equivalentes y entrelazados, la mezcla que podía sacar a España de su agrio ensimismamiento secular lleno de tópicos, costumbres y tradiciones». Todavía hoy queda mucho que aprender de quien pasó a la historia como «un educador para un pueblo».
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Óscar Beltrán de Otálora e Isabel Toledo
Fermín Apezteguia y Josemi Benítez (ilustraciones)
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