'Carillón' gana en Logroño su primera palma
El cortometraje de Diego Pérez lleva al gran público la obra de microteatro del reloj del Espolón
Todas las ciudades guardan fantasmas ocultos en los rincones de la memoria. Logroño, otra capital de provincia leve y olvidadiza, no es una excepción. Cada ... hora, un reloj en una torre del Espolón repica en sus campanas una vieja tonada de pastores, pero, a fuerza de costumbre, ya casi nadie en las calles repara en ello ni en aquel pasado humilde; en ningún pasado. Inútilmente creemos perder el pelo de aquellas dehesas desoyendo las voces del ayer. Por eso son tan necesarias las historias de quienes fuimos realmente, las historias que tuvieron que callar los abuelos, historias que hoy recuperan los libros, el teatro o el cine; como 'Carillón', una película a la hora exacta del amor y el drama.
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El cortometraje del cineasta riojano Diego Pérez y La Cuadrilla Films es un ejercicio de amor sincero por esos relatos que un día fueron proscritos y actualmente constituyen el alimento de la frágil memoria histórica, la memoria colectiva recobrada a base de reunir, como piezas de un puzle, memorias particulares de cada quien. Y es también un ejercicio de amor por el cine, el arte de narrar con luz en la oscuridad.
Con ese deseo han completado el complicado desafío de llevar a la gran pantalla y al gran público una pequeña joya de microteatro concebida seis años atrás por Martín Nalda y Sapo Producciones para representar ex profeso en ese minúsculo espacio que alberga el mecanismo del reloj en el centro de la ciudad a la altura de un sexto piso. Un lugar secreto a la vista de todo el mundo. Un carillón que pregunta por quién doblan las campanas.
Allí se desarrolla, en plena posguerra, el romance entre Andrés, un maquis antifranquista perseguido, y María, la criada del piso de abajo, que lo oculta, cura sus heridas y le devuelve la dignidad moral del vencido, cautivo y desarmado. Una historia –como dice su director– en la que el amor vence a la muerte, que llegará pese a todo, como llega siempre.
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Como en la versión teatral, el corto juega al realismo mágico para que el misterio estimule la imaginación del espectador y le haga partícipe del conflicto. Es imposible reproducir hasta qué punto de emotividad lo conseguía el original, con el público allí metido –apenas quince personas por pase– oliendo la grasa rancia de esos viejos engranajes, rozando el temblor verdadero de los actores. Pero la película logra mediante una delicada fotografía algo igualmente excepcional: te hace sentir prisionero dentro de las tripas de ese artefacto y al mismo tiempo protegido por él, una paradoja de claustrofobia e intimidad acentuada por un espacio sonoro en el que el reloj adquiere vida y voz propias.
En todo momento ese reloj es un personaje más junto al que brillan María Martínez-Losa y Josué Lapeña, los mismos protagonistas teatrales que aquí se desnudan en primer plano y transmiten una conmovedora complicidad. La trama hilvanada en el guion de Bernardo Sánchez la completan con solvencia Inma Ochoa y los veteranos Ricardo Romanos y Ramón Barea, cuya portentosa voz en off contrasta con el tono general de un relato casi susurrado al oído.
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Es lo que hacen Diego Pérez y La Cuadrilla, recordarnos muy bajito que las campanas siguen doblando por nosotros.
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