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Un monje, con la cabeza casi borrada, en el claustro bajo del monasterio, con el suelo levantado para su pavimentación.

Muerte y resurrección de Santa María la Real

Unas fotografías de principios del siglo XX reflejan los primeros intentos de recuperar el monasterio

Pío García

Logroño

Martes, 26 de mayo 2020, 12:31

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El monasterio de Santa María la Real de Nájera, panteón de los reyes navarros y monumento muy principal del Camino de Santiago, entró en una agonía casi terminal en el siglo XIX. Primero fueron las tropas napoleónicas, que se dieron el gusto de saquear el convento (aunque los guerrilleros patriotas también hicieron de las suyas). Su momento más difícil llegó, sin embargo, treinta años después, con la desamortización de Mendizábal, cuando los monjes fueron expulsados del monasterio. Hubo saqueos y correrías. Sus solemnes estancias se convirtieron en un inopinado almacén, aunque bajo aquellas bóvedas de crucería también se ubicaron las escuelas, un hospital de inválidos, un cuartel... La iglesia ejerció como parroquia de San Jaime desde 1845 y otras dependencias incluso sirvieron como salón de baile. Quizá la herida más irreparable se abrió en 1886, cuando el párroco Cirilo Palacios decidió vender a un anticuario el fascinante retablo del pintor flamenco del siglo XV Hans Memling (Cristo con los ángeles músicos). Al parecer, necesitaba el dinero para arreglar el fuelle del órgano. Le pagaron 1.500 pesetas. La tabla de Memling es hoy la pieza estrella del Real Museo de Bellas Artes de Amberes.

La sangre volvió a correr tímidamente por las venas de Santa María la Real a finales del siglo XIX. En el año 1889, y gracias a un informe entusiasta de Constantino Garrán, abogado y archivero, el Ministerio lo declaró monumento histórico-artístico nacional. En el año 1895 llegaron los franciscanos. El propio Garrán, en una carta fechada en 1894 y remitida al historiador cántabro Marcelino Menéndez Pelayo, explicaba la necesidad de devolverle vida al convento: «Como ni el Ayuntamiento de Nájera ni la Diputación de Logroño ni la Comisión de Monumentos tienen un céntimo, y la nación agota su crédito anual en las catedrales de León y Sevilla, no hay otro medio de salvar la insigne abadía de Nájera que cederla a los frailes». Garrán consignaba a continuación que los franciscanos ya habían visto el monasterio y se habían mostrado dispuestos a hacer «las obras necesarias para su mantenimiento y seguridad, si se les cede».

Exterior del monasterio.

Otra imagen del exterior.

En efecto, los monjes llegaron y se pusieron manos a la obra. Joaquín Roncal, arquitecto del Ministerio, redactó el primer proyecto de restauración en 1903. Según recoge Gabriel Moya Valgañón, las obras se ejecutaron entre 1909 y 1912 bajo la dirección del sobrestante Manuel Jiménez Escudero. A ese momento pertenecen estas fotografías, realizadas posiblemente por el propio Garrán con técnica estereoscópica, que consiste en la superposición de dos placas de cristal con imágenes casi idénticas para dar sensación de profundidad. Las fotografías han sido remitidas a este periódico por Antonio García Manzanares e identificadas y fechadas por José Ignacio Pascual, hijo y sobrino, respectivamente, del historiador local Justiniano García Prado, autor del texto original en el que se basaron las Crónicas Najerenses.

El claustro, con las tracerías de los arcos rotas.

En aquella restauración inicial, a la que luego siguieron otras intervenciones en los años cincuenta, se acometió una reparación general de los tejados y se rehizo por completo la capilla de la Cruz, cuyas bóvedas y fachadas estaban arruinadas. También se limpiaron el Panteón Real y la Cueva Santa. En el claustro bajo, según Moya Valgañón, «se reconstruyeron con criterios muy decimonónicos elementos decorativos de antepechos, estribos, columnitas y otras piezas de tracería de claraboya». También se enlosó el piso. Además se desmontó el coro bajo de la iglesia y se envió a Madrid la magnífica rejería renacentista que lo cerraba. Hoy engrosa los fondos del Museo Arqueológico Nacional.

Un operario en la iglesia. La imagen está invertida; el púlpito debería estar a la izquierda.

Constantino Garrán no quedó en absoluto conforme con las obras de restauración, cuyo «desaguisado» incluso pidió paralizar: «Yo no puedo consentir -clamaba- que las magestuosas (sic) y suntuosísimas naves de la iglesia sean blanqueadas a la brocha de tres a cuatro colorcitos distintos». Pese al disgusto de Garrán, Santa María la Real comenzó a resucitar tras aquella primera gran intervención.

Otra imagen del claustro.

Una imagen del coro.

El impulso infatigable de Constantino Garrán

La historia reciente de Santa María la Real quizá hubiera sido otra -más triste- sin la figura del abogado y archivero Constantino Garrán, miembro correspondiente de la Real Academia de la Historia (RAH), cuyo informe detallado y entusiasta propició la declaración del monasterio como monumento histórico-artístico nacional. El Gobierno español, entonces presidido por Práxedes Mateo Sagasta, acogió favorablemente la razonada petición de Garrán y publicó en 1889 la Real Orden que concedía la alta distinción al convento najerino. «Santa María es mi empresa personal; mi propia historia», confesó Garrán en 1908 al director de la RAH.

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