En tiempos de ignominia como ahora a escala planetaria y cuando la crueldad se extiende por doquier fría y robotizada, aún queda buena gente en ... este mundo que escucha una canción o lee un poema: es el canto la voz y la palabra, única patria que no pueden robarnos ni aun poniéndonos de espaldas contra un muro.
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No hace ni diez años, cuando las rutas migratorias llegaban hasta el norte de Francia como escala previa al Reino Unido, había un lugar llamado la jungla de Calais donde se hacinaban miles de personas a la desesperada espera de una oportunidad para cruzar el canal. Un campo de concentración levantado con plásticos, miedo y el hostigamiento diario de los gendarmes. Un agujero dejado de la mano de Dios y de los hombres. Quien no moría del todo en el camino, moría un poco en Calais.
Un día llegó una troupe de cómicos a representar 'Hamlet'. Era The Globe, la compañía de Londres que mantiene viva la voz de Shakespeare y suele llevarla por los sitios más perdidos del planeta. Pero ¿qué pintaban ellos allí? ¿Qué pintaban el teatro, la poesía y la tragedia del príncipe de Dinamarca en aquel infierno tan real y maloliente como una enorme letrina, una cárcel a la intemperie en la que un día había un incendio, otro día una pelea masiva y al siguiente una carga policial?
«Mejor mirarles a la cara y decir alto: tirad, hijos de perra, somos millones y el planeta no es vuestro»
¿Qué pensaría Filimon Kidure, un eritreo superviviente de un naufragio al intentar cruzar el Mediterráneo, viendo un drama de ficción en aquella selva? ¿Qué pensaría el afgano Abdul-Jamil, que soñaba con aprender la lengua del bardo inglés pero quedó retenido en ese extremo del continente solo a un palmo de su destino? ¿Qué pensarían aquellos seis mil refugiados de veinte países distintos, allí, en medio del lodazal y las tienduchas, con el temor del desalojo inminente y la deportación, muy lejos de entender las caprichosas maquinaciones de la corte de Elsinor? ¿Acaso dirían, como el príncipe de la duda: Morir, dormir, nada más, y con un sueño poder decir que acabamos con el sufrimiento del corazón...? ¿O pensarían, como Jaamila esforzándose en mantener a sus pequeños en su regazo, que en Siria o en Calais haría falta menos Hamlet y más sopa caliente?
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Terminada la función, los cómicos partieron a seguir por esos mundos –qué otra cosa pueden hacer– y dejaron tras de sí cientos de muecas agridulces, esa sonrisa pasajera que dura lo que tarda en volver la realidad a la miseria. No sé qué sería de esos hombres y mujeres de 'la jungla' ni cuánto tiempo conservaron el recuerdo de aquel extraño episodio en sus odiseas. No sé si a ellos les sirvió de algo. Pero quiero pensar que al menos debería servirnos a ti y a mí. Podría, por ejemplo, hacernos creer que, en tiempos de ignominia como ahora a escala planetaria y cuando la crueldad se extiende por doquier fría y robotizada, aún queda buena gente en este mundo que escucha una canción o lee un poema o asiste a una función. Porque es cierto: es el canto la voz y la palabra, única patria que no pueden robarnos ni aun poniéndonos de espaldas contra un muro.
Es algo que escribió hace tiempo Goytisolo –otra vez el poeta José Agustín–, yo lo aprendí del maestro Paco Ibáñez, que abría así sus últimos conciertos, y suelo recordarlo sobre todo en el teatro. Antes de apagarse las luces, miro a mi alrededor, me veo entre el público e imagino que nos hemos reunido ahí con el íntimo deseo de ser mejores personas al salir o, siquiera durante el tiempo que dura la representación, formar parte de algo parecido a un ágora.
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Anteayer, en el extraordinario marco del Festival Iberoamericano de La Rioja, volví a ver 'Hamlet', un Hamlet muy libre (en versión de Roger Bernat y Yan Duyvendak) que convierte al protagonista en acusado de homicidio. Ese experimento de juicio público, con su magistrado auténtico, su fiscal, su abogada defensora, testigos, forenses y peritos, convertía a los espectadores en jurado popular con capacidad de decidir sobre la inocencia o culpabilidad del reo. Capacidad y obligación.
Y eso es justo lo que somos: no meros espectadores o votantes; nosotros somos quienes han de tomar la palabra y decidir. Ser o no ser, esa es la cuestión que Hamlet no puede resolver. Nosotros hemos de hacerlo. Y que no sean los de siempre quienes sigan haciéndolo en su beneficio y a costa de tantos. Aquí o en Calais, en Washington o en Moscú, en Jerusalén o en Teherán, pese a tanta ignominia, que nadie piense nunca: no puedo más y aquí me quedo. Mejor mirarles a la cara y decir alto: tirad, hijos de perra, somos millones y el planeta no es vuestro.
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