Pregón íntegro de Andrés Pascual para San Mateo 2024
«Mi mejor premio es tener el honor de resucitar a la figura del pregonero, aquel que ya en tiempos remotos se alzaba a una piedra del ágora o a un barril en la plaza y, con el pergamino desplegado, contaba a sus vecinos lo que tenían que saber»
Queridos logroñeses y logroñesas:
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Cuando me preguntan cuál es mi vino favorito, siempre digo que el mejor vino es el compartido. Por ello, en este ... prólogo a las fiestas de San Mateo y de la Vendimia Riojana 2024, me hace muy feliz compartir con vosotros lo que siento por esta ciudad que me vio nacer y que me ha dado, entre otras muchas cosas, una legión de lectores que cualquier autor del mundo querría para sí.
Mi mejor premio es tener el honor de resucitar a la figura del pregonero, aquel que ya en tiempos remotos se alzaba a una piedra del ágora o a un barril en la plaza y, con el pergamino desplegado, contaba a sus vecinos lo que tenían que saber. Hoy subo a este estrado desplegando mi corazón para hablar de unas fiestas que nos hacen reír, que nos hacen cantar y brindar con cada trago, que nos hacen vislumbrar, al menos durante un instante, que el mundo está bien hecho.
A lo largo de mi carrera literaria, he venido escribiendo sobre cosas que me importan.
El protagonista de mi primera novela era una persona en busca de su propia identidad, al igual que yo —que por aquel entonces trabajaba de abogado en mi despacho de la Torre de Logroño— anhelaba encontrar mi lugar en el mundo.
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En la segunda hablé de música, un arte que vengo cultivando desde que, con siete añitos, comencé solfeo aquí al lado, en el conservatorio de la calle Calvo Sotelo. Todavía recuerdo cuando caminaba hacia allí con cara de pena por Vara de Rey desde la perfumería Eva —que tenía mi madre— sin saber que aquel universo de notas y silencios terminaría conduciéndome a otro de palabras y espacios.
Y así fui llenando páginas, un libro tras otro, hasta que llegó el momento de escribir sobre algo que no solo me importaba, sino que era un pilar fundamental de mi vida: La Rioja, Logroño, mi ciudad, mi gente, mi tierra.
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Todo lo que existe parte de la tierra y regresa a la tierra. Las uvas que esperan ser recogidas, el agua del Ebro. También la piel y la sangre de las personas, porque nuestras madres han comido esas uvas y bebido esa agua, y después de muertos somos los estorninos que sobrevuelan los tejados y la bruma que se derrama por el Monte Cantabria. Por eso hemos de honrar todo esto que nos rodea como lo que es: una parte de nosotros mismos. Todos los que estamos aquí somos esta tierra.
Como dice un proverbio de Guinea Ecuatorial, la que fue colonia española africana donde se sitúa mi nueva novela: «En el bosque, cuando las ramas se pelean, las raíces se abrazan». Si en esta ciudad somos lo que somos es porque unos y otros, aunque vivamos vidas separadas, y problemas separados, y sueños separados, incluso aunque a veces tengamos nuestros conflictos y nuestras peleas, nos sentimos conectados por las raíces. En lo más profundo nos ayudamos, nos protegemos y nos abrazamos.
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Esto es lo primero que celebramos en las fiestas de San Mateo: el abrazo a los paisanos y, así mismo, el abrazo a los forasteros —como los llamamos por aquí— que se asoman a esta tierra. Cuando hace casi mil años nació esta fiesta, lo hizo para celebrar que la villa de Logroño y su feria anual eran un importante punto de encuentro, y nada ha cambiado desde entonces. Recibimos al viajero con los brazos abiertos; y lo más importante es que, después, los cerramos con él dentro, considerándolo ya para siempre un miembro más de esta comunidad de frontera en la que sabemos que la vida, al igual que la vendimia a la que vamos a honrar estos días, es una labor de equipo.
Hace años escribí un cuento para inaugurar la página web de la Calle Laurel y lo llamé «El lugar donde era imposible sentirse solo», un título que puede extenderse a cualquier rincón de esta ciudad. Hace algunos San Mateos tuvimos en casa a una pareja de amigos ingleses. Y ambos se emocionaron con la ofrenda del primer mosto a la Virgen de Valvanera; y respiraron el humillo de las degustaciones que traía el viento —todavía sueñan con los embuchados y el choricillo—, y se quedaron con la boca abierta en el apartado de la plaza, y bailaron en los conciertos y contemplaron más allá de los fuegos nuestro cielo inundado de estrellas y alzaron el porrón en los chamizos. Pero si algo tienen grabado en su memoria es cómo salíamos cuatro personas de casa y, sin haberlo preparado, al poco éramos veinte. Les fascinaba llegar a un bar y que se nos juntaran unos primos, y en otro una cuñada, y que por la calle nos cruzásemos con un compañero del colegio al que hacía una década que no veía y que también este se apuntase a la siguiente ronda con su mujer y su hija, mientras nuestros pies y latidos se acompasaban al ritmo del tambor de las peñas que pasaban por delante, ellas más que nadie con este espíritu de gran familia. Cuando abrazamos las raíces, las tormentas de verano se llevan las diferencias. Siempre hay una historia que nos conecta, siempre hay un recuerdo que merece una carcajada sonora.
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Ya lo dice nuestro himno: «Cuna de mi lengua, camino de encuentro, y nadie en Logroño se siente extranjero».
Lo mejor de todo es que, cuando las uvas estallen como el cohete, con cada botella lanzaremos más allá de nuestras fronteras este mensaje de hospitalidad, de hermanamiento y de amor en su más amplia extensión. Y, cómo no, también un mensaje de esfuerzo y de entrega incondicional bañado con la épica del campo. Porque todos estos valores conforman nuestra cultura.
A través de la cultura —en cualquier manifestación—, los seres humanos nos expresamos, tomamos conciencia de nosotros mismos, nos reconocemos como proyectos inacabados, buscamos incansablemente un sentido a nuestra vida y creamos obras que nos trascienden. La cultura nace de esta fuerza interior que nos empuja a crear cosas que seguirán aquí después de nuestra muerte, y nuestro vino es una de esas creaciones. Cada botella es el fruto de siglos de tradición, de siglos de creatividad y de innovación (dos virtudes que han saltado a muchos otros sectores en nuestra ciudad), de siglos de sacrificio. Y cuando hablo de sacrificio, no hablo de dolor; sino de amor. Sacrificarse es entregarse en cuerpo y alma a algo en lo que crees, a algo que amas.
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Cada vendimia, como la que ahora comienza, es un nuevo reto, una nueva oportunidad de aprender y perfeccionarnos. Así ha sido siempre y así ha de seguir siendo. Por muy cuesta arriba que se ponga el mundo, por muchas cosas que nos hayan salido solo regular, tenemos la responsabilidad de seguir haciendo lo que esté en nuestra mano para superarnos y trascender. Para honrar a los antepasados que lucharon para construir esta pequeña gran ciudad; para que quienes que nos sucedan en el futuro miren hacia atrás con orgullo; y, cómo no, para estar a la altura de nuestros compañeros de viaje, incluidos aquellos que nos visitan en las fiestas y, más aún, todos los que, solos o con sus familias, acuden a nuestra llamada desde sitios lejanos para ayudarnos a vendimiar.
Pensad en las cepas que brotan a un paso de esta plaza, ahora rebosantes antes de ser pisada la uva. No hay mejores maestras que ellas. El tempranillo brota en una tierra complicadísima para el cultivo, en suelos arcillo calcáreos llenos de piedra en los que, por lógica, no debería crecer ni una brizna de hierba. Y sin embargo, por algún milagro de la naturaleza (o más bien debería decir por algún prodigio de la naturaleza), las vides son capaces de estirar sus raíces hasta unas profundidades insospechadas para sorber esas gotitas de mineral que depositan en cada grano, convirtiéndolos en únicos.
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Me gusta sentirme cepa riojana y hacer mío este espíritu de superación. Sobre todo en estos días de vendimia, los más difíciles del año y, por ello, también los más bellos. Recoger la uva es un arte milenario que requiere precisión de orfebre. Las decisiones que se tomen determinarán el salto de un buen vino a un gran vino, y por ello le dedicamos esta fiesta que surge desde la gratitud a la tierra por los frutos que generosamente nos da. No hay límites para la elaboración de algo que está vivo; y tampoco debe haberlos para seguir cincelando nuestra historia y nuestro futuro como ciudad.
Por mi parte, he tratado de lanzar este mensaje en forma de novelas. Al principio metía algún Rioja a modo de guiño fugaz en un capítulo. Pero me decíais: «Andrés, ¿para cuándo una novela entera de Logroño?». Y fue al marchar a vivir lejos hace diez años, primero a Londres y después a Lisboa, cuando comencé a mirar mi tierra con ojos de forastero y a tomar conciencia de estos valores que merecían ser compartidos.
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Así nació A merced de un dios salvaje, en la que presenté un fresco de nuestra cara más tradicional; y El beso del ángel, ambientada en la gastronomía y el enoturismo más sofisticados. Esta última versa además sobre la lucha por ser uno mismo. Me hace muy feliz haber creado a una protagonista, Camino, que tiene muchas debilidades y dudas, como todos los que estamos aquí, pero que también tiene a su lado a personas que la quieren tal y como es. Un compañero de la Cocina Económica le dice al principio del libro: «Si no tienes miedo a ser como eres, ni al fracaso ni al rechazo, eres libre para darte por entero a las personas, a tus metas y a tus proyectos. Y ese amor entregado siempre regresa, como un boomerang mágico, multiplicado por mil».
No importa que nuestra ciudad sea más grande, ni más pequeña, ni mejor, ni peor que otras. Lo importante es ser conscientes de que somos únicos, como lo son nuestras uvas, y seguir apostando por la bendita diversidad y complejidad en matices que hemos alcanzado durante mil años de apertura de brazos al viajero.
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En mi caso, durante mi década y media como director del Aula de Cultura de Diario LA RIOJA, he tenido como invitados a decenas de personalidades de la cultura y de la ciencia de nuestro país. Y todos ellos, sin excepción, subían al tren de vuelta a sus casas diciéndome: «Pero qué bonito es Logroño». Sobre todo porque veían nuestra ciudad con la luz de quienes estamos aquí hoy y de muchos más, ¡porque anda que no nos gusta ni nada estar en la calle! Si hay algo que los seres humanos nunca olvidamos, por muchos años que pasen, es cómo los demás nos hacen sentir. Y en Logroño, debido a esta cercanía nuestra que podría sonrojar a algunos, la gente se siente bien.
De todas formas, ya antes de publicar venía haciendo patria por el mundo. Para escribir los ocho libros anteriores había viajado al Tíbet, con el cielo al alcance de la mano, al Madagascar de los grandes baobabs, a palacios de Versalles y a mausoleos de Agra que conmemoran el amor eterno, a las favelas de mil colores de Sao Paulo y a los ríos negros del Amazonas, había recorrido valles en guerra en Cachemira, donde conviven tantos dioses que han de pedirse paso en las esquinas, y había sentido la caricia de los pétalos de los cerezos en mi adorado Japón. Y puedo aseguraros que, en todos esos destinos, nunca dejé de hablar de La Rioja y de Logroño, mi centro del mundo.
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En mis conversaciones con taxistas y con guías y con dueños de puestos de comida callejera, he contado que en San Mateo las fuentes echan vino, y que las bodegas por arriba recuerdan al Edén, con sus viñedos peinados a raya, y por abajo acogen calados en los que caben todos los misterios. Les he contado que aquí, como en los antiguos libros de caballerías, también tenemos gigantes… y cabezudos. Y he tratado —sin mucho éxito— de enseñarles esa postura mágica que adoptan los peñistas para aguantar bailando durante horas mientras reparten por la ciudad su valioso mantra de trompetas y platillos.
En un viaje a Etiopía hace veinte años, incluso planté unos pañuelos de fiestas a toda una tribu de guerreros Karo (hay foto que lo atestigua; como dice un amigo: «esto es verídico a la par que cierto»). Allá donde he estado, además, he invitado a venir a nuevos amigos hechos por el camino… y muchos han venido. Han conocido mi centro del mundo; o, como también podría llamarlo, mi centro de gravedad, este lugar desde donde siempre me he ido para volver.
En mi caso, he tenido la fortuna de beber en casa la pasión por esta tierra. Ahí está mi tío Chema Purón, el gran músico al que todos conocéis. Tanto en la buhardilla donde componía, como en el apartamento playero que la familia compartíamos en vacaciones, le escuchaba versos como: «Lo llevo dentro, donde quiera que vaya lo llevo dentro, a mi pueblo, sus gentes y sus recuerdos». Y todos le acompañábamos con otra virtud muy logroñesa: las ganas de celebrar.
Y no me refiero solo a celebrar las fiestas de San Mateo, en las que por supuesto hay que exprimir lo que tenemos a nuestra disposición, bien sea ir a los caballitos, como llamábamos a la feria, o a los toros con el abuelo Gonzalo, o a los conciertos toque quien toque, o a la pelota con mi suegro. Me refiero a exprimir la vida en general, que también está ahí para vivirla como si cada día fuéramos a estrenarla.
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Por eso tiene todo el sentido que las fiestas de esta ciudad lleven la vendimia en el nombre. Porque aquí el vino no sólo se bebe; aquí el vino se vive. Forma parte de las grandes celebraciones, pero también de las pequeñas ceremonias cotidianas del día a día. Y es que, al final, esto es vivir: celebrar cada momento. Cada comida en buena compañía, cada conversación con la persona querida. El ahora es un regalo, por eso se le llama presente. Cada instante merece ser consagrado, comenzando por este mismo instante, que ya suena a fiesta por el rumor lejano de los ensayos de la charanga, y que guardaré para siempre como un tesoro.
Confío que vosotros, que vosotras, también sintáis vuestro este puñado de palabras. Y tal vez alguien piense: ¿qué son las palabras, sino algo que se lleva el viento? Yo creo que no es así. Pensad en los brindis, que, siendo solo palabras, nos encienden el ánimo:
¡Por el abrazo de los amigos!
¡Por las copas llenas de los colores del campo!
O, volviendo al inicio de este pregón para cerrar el círculo: ¡por el vino compartido!
Compartamos y sintamos intensamente estas fiestas. Con los que tenemos al lado. Con los de siempre. Con los forasteros. Con los altos y los bajos y los iguales y los distintos. Abramos los brazos y el corazón a quien esté por venir, sin miedo a seguir creciendo, a seguir completándonos con ellos. Porque vivir con miedo no es vivir, es sobrevivir. Y porque si tenemos claro quiénes somos, dónde están nuestras raíces, a qué huele nuestra tierra —a sol y a lluvia y a trabajo duro—, podremos hacer ni más ni menos que lo que se espera de nosotros: seguir construyendo juntos esta ciudad, Logroño, en la que es imposible sentirse solo.
Un millón de gracias. ¡Viva San Mateo! ¡Viva Logroño!
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