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Confinados. La calle Vara de Rey de Logroño, desierta durante el estado de alarma en una imagen tomada el 12 de abril de 2020. JUSTO RODRÍGUEZ
La marea vírica que se llevó la vida de mil riojanos

La marea vírica que se llevó la vida de mil riojanos

Pío García

Logroño

Domingo, 16 de febrero 2025, 08:08

Las noticias, al principio, sonaban lejanas, exóticas. Aparecían en las páginas interiores del periódico, agrupadas bajo el epígrafe de Mundo, y tenían ese aire entre pintoresco y fantasmagórico de las cosas que ocurren en Extremo Oriente. La marea informativa fue avanzando lenta pero inexorablemente, como un río de lava que se derrama y lo arrasa todo. El virus saltó de China a Italia, de Lombardía a Valencia. Hasta que, de pronto, llegó: «Primeros casos de coronavirus en La Rioja», proclamaba la portada del 3 de marzo de 2020.

Aunque, en aquella primera semana de marzo, las autoridades sanitarias se esforzaban por quitarle hierro al asunto y la vida cotidiana discurría sin excesivos contratiempos, el coronavirus saltaba ya de cuerpo en cuerpo. Los dos primeros casos riojanos –un sanitario del hospital de Txagorritxu y un vecino de Haro– se convirtieron en noticia de portada, pero no bastaron para detener el ritmo normal de la vida, como si la epidemia se estuviese sufriendo en alguna dimensión paralela. El domingo, 8 de marzo, agentes del GAR, equipados con trajes de guerra bacteriológica, ocuparon el casco antiguo Haro para entregar órdenes de aislamiento a los infectados. Casi al mismo tiempo, en Logroño, cientos de personas se agolpaban en El Espolón para apurar sus últimas compras en Logrostock, cinco mil personas asistían en Las Gaunas al partido de fútbol entre la UDL y el Amorebieta y otras cinco mil desfilaban con sus pancartas por las calles de la capital con motivo del Día de la Mujer. Era como si no pasara nada o como si nada demasiado grave fuera a pasar.

Sin embargo, a esas alturas, en Italia ya se contaban 7.300 infectados y 366 fallecidos. Toda la Lombardía y otras catorce provincias estaban confinadas. Como era de prever, la marea fúnebre no se detuvo en los Pirineos. En La Rioja los contagios se desbocaron pronto. El 11 de marzo se cerraron los colegios y se anotaron las dos primeras muertes. De pronto, sin que nadie supiera por qué, la tasa riojana se había convertido en la más elevada de Europa: 48,90 casos por cada cien mil habitantes. Hubo entonces recomendaciones, avisos, consejos, miedo, peticiones de calma, dudas, instrucciones para lavarse correctamente las manos. El 14 de marzo entró en vigor el estado de alarma y el confinamiento. Las calles se vaciaron y a la gente, por alguna razón todavía no explicada, le dio por comprar toneladas de papel higiénico. Los perros conocieron una nueva libertad, hubo bingos vecinales, fabricación compulsiva de bizcochos y aplausos a las ocho de la tarde.

Javier Martín, jarrero de 68 años, recibió la primera vacuna el 27 de diciembre de 2020; aquel fue el principio del fin

Pero, sobre todo, y aunque apenas se vieron fotografías, hubo muertos. Muchos muertos. El covid se cebó con los más vulnerables y desató una escabechina en las residencias de ancianos. La coletilla «persona mayor con patologías previas» acompañaba muchos partes de defunción, pero no todos. Hubo gente joven, en buen estado, que acabó en la UCI e incluso en el tanatorio. El teniente coronel Jesús Gayoso, jefe del GAR, de 48 años, falleció el 27 de marzo; su muerte causó un impacto decisivo, sobrecogedor, en la Guardia Civil y en la sociedad riojana. Los entierros fueron amontonándose. Solo el 31 de marzo se registraron catorce muertes. El 2 de abril se superaban ya los cien. El 6 de abril la cifra había subido hasta los 140, la mitad de ellos en residencias de ancianos. El umbral de los 200 fallecidos se superó el 11 de abril. Los sanitarios y los empleados de pompas fúnebres no daban abasto. Faltaban test y mascarillas, que ni siquiera eran todavía obligatorias. El San Pedro se transformó en un hospital de guerra mientras que los ancianos, encerrados a cal y canto, caían en un silencioso frente de batalla sin poder siquiera despedirse de sus familiares más cercanos. A esas alturas, el desabarajuste contable era de tal calibre que resultaba difícil establecer comparaciones, pero, fuera cual fuera el método cuantitativo escogido, la tasa de fallecidos en las residencias riojanas era una de las más altas de España, muy superior a la de sus regiones vecinas.

Disturbios en el centro de Logroño el 31 de octubre de 2020. Sonia Tercero

Durante el encierro, que se prolongó durante dos meses, la economía se frenó en seco. Cada semana, el coronavirus se comía ocho millones de euros del PIB riojano. Al mes del estado de alarma, más de 4.000 empresas riojanas se habían ya acogido a un ERTE (Expediente de Regulación Temporal de Empleo).

La historia de la pandemia, sobre todo en sus primeros meses, fue un relato de terribles derrotas y de pequeñas victorias; un esfuerzo colectivo por mantener viva, contra viento y marea, la llama del optimismo. El 26 de abril los niños, que llevaban mes y medio encerrados, pudieron por fin salir a la calle. El 2 de mayo, aunque por franjas horarias, todos los ciudadanos salieron a la calle. Este periódico, con un entusiasmo quizá excesivo pero justificado, tituló: «El día de la liberación». Lo fue; en los parques, en las calles, en las plazas, aquel sábado hubo al menos un vislumbre de la antigua libertad. El 30 de mayo, los inquilinos de las residencias pudieron por fin recibir visitas. La dureza de la clausura en los ancianos fue incluso más devastadora que el impacto homicida del covid.

Desescalada y mascarillas

Comenzamos entonces a manejar otro vocabulario, algo más limpio pero todavía inquietante: desescalada, fase uno, nueva normalidad, mascarillas FPP2 (por fin obligatorias, aunque, como se supo luego, no todas fiables). El prolongado confinamiento frenó casi en seco la propagación del virus, pero los expertos y las autoridades advertían de la posibilidad de rebrotes.

La segunda ola apareció al poco de doblar la esquina del verano; ni siquiera permitió celebrar las fiestas de San Mateo. De nuevo la sucesión habitual de infectados, ingresados, críticos, muertos. La sombra de los confinamientos –ahora perimetrales– apareció de nuevo y se recuperaron viejas restricciones. Ya no había en el ambiente sorpresa ni aplausos, sino cansancio, incluso enojo. A finales de octubre, el Gobierno volvió a cerrar la hostelería. Una manifestación de protesta convocada en el centro de Logroño en la tarde del 31 de octubre, al principio pacífica, acabó en batalla de campal cuando decenas de jóvenes se dedicaron a quemar contenedores y a saquear comercios. También hubo disturbios en Haro. Mientras estos chavales jugaban a ser rebeldes malversando el significado de la palabra libertad, 30 personas luchaban en la UCI del San Pedro por no morir ahogadas. El reverso luminoso llegó al día siguiente, cuando una animosa muchachada, armada con escobas, se dedicó a ayudar a los servicios de limpieza.

El 'vacunódromo' de Riojafórum, a pleno rendimiento en junio de 2021. Sonia Tercero

La historia de la pandemia cambió radicalmente el 27 de diciembre de 2020, cuando Javier Martín, jarrero de 68 años, recibió en la residencia Madre de Dios de Haro el ilusionante pinchazo de la nueva vacuna contra el covid. El editorial de este periódico aventuraba: «El principio del fin». Para entonces la cuenta macabra alcanzaba ya los 585 riojanos muertos, 286 de ellos en residencias de ancianos. El año 20, que había empezado con las imágenes surrealistas que llegaban de una remotísima ciudad china, finalizaba con tubitos llenos de esperanza en los congeladores de los hospitales. Lo que pasó en medio resulta imposible de resumir; un vértigo de muerte y resiliencia.

El covid no había acabado aún; a las playas riojanas fueron llegando olas y olas, cada vez menos impetuosas pero con inquietantes variantes de nombres griegos (¡Delta! ¡Ómicron!). Los riojanos no se dejaron engañar por los negacionistas y fueron pasando por los vacunódromos con la fiera determinación de superar una época negra. La pandemia, en realidad, no terminó nunca: con la ayuda de las vacunas, el virus perdió letalidad y se fue convirtiendo en un ocasional inquilino más de nuestros cuerpos. El 17 de junio de 2024, La Rioja superó oficialmente el millar de muertos por covid: 589 personas fallecieron en 2020, 266 en 2021, 108 en 2022 y 29 en 2023.

Pese a lo que se gritaba en las épocas más emotivas del confinamiento, no hemos salido mejores y ni siquiera es probable que hayamos aprendido algo; pero al menos hemos conseguido recuperar esa cosa tan esquiva, gris, indefinible y, en el fondo, maravillosa: la normalidad.

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