El (último) canto del cuco
Llenar de vida La Rioja Vacía ·
Despoblación rural. El vacío humano ya se anticipó en un filme de 1951 de Antonio Nieves, y después vendría toda una 'Literatura de la Despoblación', que continúaÍÑIGO JÁUREGUI
Domingo, 29 de marzo 2020, 21:18
Después del impacto y la enorme repercusión alcanzada por las obras de Sergio del Molino o Santiago Lorenzo y, en menor medida, Paco Cerdà, me propongo echar la vista atrás con el fin de examinar los antecedentes de un género o tradición literaria del que Sergio y Paco se confiesan herederos o deudores y que algunos han dado en llamar Literatura de la Despoblación.
Los orígenes del vacío humano que sufrieron y sufren la práctica totalidad de provincias interiores de este país se remontan, como he señalado en más de una ocasión, a finales de la década de los 50. Inicialmente, el movimiento migratorio pasó bastante desapercibido porque los analistas consideraron que era fruto de un reflujo, de una vuelta al hogar de quienes, tras la Guerra Civil, habían decidido trasladarse de las ciudades al campo para no morirse de hambre. El primero en darse cuenta de que los acontecimientos de los que estaba siendo testigo tenían muchísima más trascendencia o estaban a punto de alterar irreversiblemente el tejido social y demográfico del país fue un cineasta llamado José Antonio Nieves Conde que, en 1951 y con el visto bueno de la censura, estrenó una película extraordinaria titulada 'Surcos'. Tras esta obra pionera, y tal vez alentados por ella, un grupo creciente de escritores de la periferia no sólo comenzó a interesarse por esa misma problemática sino que, además, intentó difundirla a través de diferentes fórmulas literarias. Los trabajos resultantes, además de ser bastante irregulares, adoptaron diversos formatos: cuento, historia de vida, novela, crónica periodística, auto-ficción, poesía, libro de viaje, memorias, biografía, ensayo... Sin embargo, la diversidad de estilos, voces y sensibilidades fue incapaz de ocultar la existencia de un nexo o un propósito común: dar testimonio, denunciar las alteraciones radicales que se estaban produciendo en el campo, en los paisajes agrarios y en el alma o la personalidad de quienes se quedaban o hacían las maletas para irse y no volver.
La nómina de obras y autores nacionales que, durante la segunda mitad del pasado siglo, cultivan este género es interminable. Algunos de los más destacados son: Ramón Carnicer, 'Donde las Hurdes se llaman Cabrera' (1964); Miguel Delibes, 'Viejas historias de Castilla la Vieja' (1964) y 'El disputado voto del señor Cayo' (1978); Santiago Lorén, 'El pantano' (1967); Ana María Matute, 'El río' (1975); Eduardo Vicente de Vera, 'Do s´amorta l´alba' (1977); Alfonso Zapater, 'El pueblo que se vendió' y 'Siembra' (ambas de 1978); Avelino Hernández, 'Una vez había un pueblo' (1981), 'Donde la Vieja Castilla se acaba' (1982) y 'La Sierra del Alba' (1989); Jesús Moncada, 'Histories de la ma esquerra' (1981), 'El café de la Granota' (1985) y 'Camí de sirga' (1988); José María Merino, 'La orilla oscura' (1985); Clemente Alonso Crespo, 'Teruel, adentro' (1985) y 'El hierro en la ijada' (1992); Julio Llamazares, 'La lluvia amarilla' (1988), 'El río del olvido' (1990), 'Escenas de cine mudo' (1994) y 'Retrato de bañista' (1995); Severino Pallaruelo, 'Pirineos, tristes montes' (1990) o José Giménez Corbatón, 'El fragor del agua' (1993).
En La Rioja han sido realmente escasas las muestras pertenecientes a esta modalidad. Los únicos autores publicados que soy capaz de recordar son: Demetrio Pérez Laya, 'Memorias de un pastor riojano' (1985); Hipólito Lafuente, 'Mi vida en las Tierras Altas de Soria' (1996) y Francisco Cánovas Caceo, 'Como el roble' (1998).
Sin embargo, no deseo que este artículo se reduzca a una mera enumeración de autores, obras y fechas. Aspiro a algo más, aspiro a que quienes están leyendo estas palabras busquen y consulten alguno de esos libros para que, de ese modo, puedan hacerse una idea de lo que sucedió y lo que se fue para no regresar. Y para que lo hagan a partir de fuentes primarias y genuinas y no de refritos o sucedáneos. Con un poco de suerte, hallarán textos tan sentidos, conmovedores y trágicos como el que estoy a punto de reproducir a continuación: «Apenas quedamos cuatro pelagatos. Es una tragedia. En la misa del Gallo de la pasada Nochebuena, estábamos en la iglesia unas quince personas, todas ellas de edad provecta, y hacía tanto frío que casi hacía daño respirar, casi dolía el aire en los pulmones. Pero después vino la primavera. No hace mucho todavía, subía yo las escaleras del campanario para tocar a misa y convocar así a la media docena que estaban en el pueblecito más o menos disponibles para ir. Y, cuando ya iba a empuñar las cadenas, cantó el cuco. Era una mañana soleada y cálida. ¿Se imagina usted? Estas dos únicas notas, las más musicales y melancólicas que se puedan soñar. Yo convocaba a un puñado de personas medio inválidas y él llamaba a todo el mundo, a todo un mundo que se fue».
Las palabras anteriores no proceden de ninguno de los textos citados más arriba sino de la carta que un párroco leonés llamado Manuel Garrido hizo llegar al suplemento 'El Semanal' hace más de una década. A pesar de ello, son un reflejo fiel y breve de lo que podemos encontrar en ellos: nostalgia, incertidumbre, rabia contenida, desgarro, vulnerabilidad, impotencia, desconcierto y la certeza de que todo pasa y nada queda, ni los pueblos, ni los hogares que nos vieron nacer, ni nosotros mismos. Nada salvo la imperturbable naturaleza encarnada por el canto de un humilde cuco.
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