Biblioteca en llamas
En La Rioja apenas ha habido interés por la etnografía y el folklore
ÍÑIGO JAUREGUI
Domingo, 27 de septiembre 2020, 15:05
Cuando los pueblos se abandonan y quedan definitivamente vacíos, la mayor parte del patrimonio material que un día poseyeron desaparece con ellos. Casas, escuela, iglesia parroquial, lavadero, forja, cementerio, hornos, pajares, ermitas, eras, corrales, molinos harineros, abejeras, puentes, chozos, rediles, muros, roperos, fuentes, tablas, abrevaderos, torrucos... El pueblo se convierte, si se me permite la comparación, en un pecio como los que dicen que yacen sumergidos bajo las aguas del Mediterráneo. Todo cuanto se levantó sobre el suelo regresa inexorablemente a él. Poco importa la altura, el valor arquitectónico, la antigüedad, el uso que se les otorgó, el trabajo o el desembolso económico que supuso su construcción. El destino que les aguarda es uno y el mismo: ruina y escombro, un cáncer creciente, insidioso e irreversible que empezará royendo los tejados de las viviendas y que, progresivamente, se irá extendiendo a los tabiques, las medianeras, los falsos techos, las fachadas, los edificios auxiliares... Pasarán cuatro, cinco, seis o más décadas pero al final las piedras volverán al lugar del que salieron y un sudario de arbustos, zarzas y árboles las ocultará piadosamente de la vista como ocurre con todos esos mortuorios de los que sólo sobrevive el nombre y, con suerte, una breve referencia histórica.
Lamentablemente, la ruina y destrucción del patrimonio material no es la peor consecuencia de la despoblación. Tras este fenómeno existe otro efecto más nocivo si cabe como es la dispersión y la desmembración del cuerpo social, de la comunidad que daba vida, memoria y voz a esas piedras. Al desaparecer ese ser colectivo, también se desvanecen los bienes intangibles, el patrimonio invisible que residía en las canciones, cuentos, romances y refranes, rituales y devociones religiosas, normas sociales, toponimia, prácticas festivas, juegos y conocimientos ligados al trabajo, a las tareas cotidianas que había que realizar para ganarse el pan. Todo ese acervo de saberes y de contenidos que nunca nadie puso por escrito porque era una pérdida de tiempo, deja de tener utilidad o importancia y pierde su valor. Ya no es necesario ni hay nadie que lo quiera o pueda poner en práctica. Los que todavía lo recuerdan, prefieren olvidarlo o sepultarlo en el fondo de su memoria y esperar la muerte. Cuando ésta, por fin les alcanza, la pérdida es irreparable porque por más que se intente, no es posible resucitar sus voces o rescatar las historias que se llevaron consigo.
Si volvemos la vista atrás, podremos comprobar que la recogida y el estudio sistemático del folklore y los sistemas de organización social, productiva y ritual de los pueblos riojanos ha sido una tarea completamente desatendida tanto por las instituciones académicas y administrativas como por los autores locales. Ni unas ni otros parecen haberse dado cuenta jamás del peligro en el que se encontraba y de la necesidad de rescatarlo antes de que fuera destruido o desaparecieran los informantes.
Las encuestas y averiguaciones relacionadas con la cultura tradicional que proliferaron en el resto de la península a finales del siglo XIX y durante las primeras décadas del siglo XX por obra y gracia de autores como Barandiarán, Telesforo Aranzadi, Caro Baroja, Krüger, Violant i Simorra o Joaquín Costa no suscitaron la menor curiosidad o intento de emulación en La Rioja.
Las únicas iniciativas riojanas en este sentido se llevaron a cabo varias décadas después y se hicieron a título estrictamente individual, por personalidades de la talla de Juan Bautista Merino Urrutia que, a pesar de sus excelentes intenciones, carecían de apoyo institucional para formar equipos y extender sus pesquisas a toda la provincia. Tampoco las investigaciones promovidas y financiadas por el Instituto de Estudios Riojanos, fundado en 1946, el Colegio Universitario de Logroño o la Universidad de La Rioja han sido capaces o mostrado el menor interés por llenar ese vacío. Basta repasar el título de las numerosísimas publicaciones editadas por esos centros académicos para darse cuenta que el interés por la etnología, etnografía y el folklore regionales fue y sigue siendo absolutamente marginales. Unos cuantos títulos de lexicografía o dialectología y muy poco más. Y lo mismo puede decirse de los restantes proyectos que se crearon con la mejor de las intenciones pero que fueron quedándose por el camino sin llegar a pasar de la fase embrionaria como el fantasmagórico Museo Etnográfico de La Rioja (1977), el embrión del Seminario de Etnografía del Colegio Universitario (1972), el Departamento de Cultura Popular (1991-1995) o el Centro de Cultura Popular (2011).
«Cuando un anciano muere, toda una biblioteca desaparece sin necesidad de que las llamas destruyan el papel»
En definitiva, sea por indolencia, desidia, falta de especialistas o recursos, las instituciones y los académicos riojanas jamás se han tomado ninguna molestia en rescatar, conservar y difundir los testimonios de los hombres y mujeres que habitaron los pueblos que hoy han quedado vacíos. Y si este último hecho es, ya de por sí, trágico, la pérdida de los testimonios, experiencias y recuerdos personales y colectivos de los primeros es una catástrofe incluso mayor porque, como dijo el escritor maliense Amadou Hampâte Bâ: «Cuando un anciano muere, toda una biblioteca desaparece sin necesidad de que las llamas destruyan el papel». Así es como han quedado la memoria y las voces de muchos riojanos, reducidas a cenizas.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión