Las mujeres de San Millán
Primeras religiosas. En la primitiva comunidad eremítica que se formó en torno al santo había al menos una discípula, Potamia
Cuando Braulio, obispo de Zaragoza, se dispuso a escribir la hagiografía del ermitaño Millán (472-573), todavía vivían algunos de sus discípulos. Sus testimonios le ayudaron a narrar las aventuras de aquel pastor que vivió casi cien años en una gruta de los montes Distercios y que murió en loor de santidad. Braulio los cita por sus nombres: Citonato, Sofronio, Geroncio y Potamia, «mujer religiosa de santa memoria».
De Potamia poco se sabe. Según la tradición, recogida por Constantino Garrán, era una dama de alta cuna llegada desde la Galia Narbonense para unirse a la comunidad de eremitas que vivían en las cuevas de Suso. En aquellos momentos fundacionales del monacato, antes de que llegase la regla de San Benito, la separación entre conventos masculinos y femeninos no estaba bien trazada. No era seguramente Potamia la única mujer que compartió oraciones y ayunos con el santo Millán. La presencia de damas incluso dio alas a la maledicencia, según relata Braulio: «También los demonios (...) valiéndose de su astuta malicia, querían atacarle con injurias; y como no hallaban nada que oponer al siervo de Cristo, solamente se esforzaron en echarle en cara el que morase con las vírgenes de Cristo». Su biógrafo se esfuerza en quitarle hierro carnal a la convivencia con mujeres: «Es cierto que el santo, dado hasta en su senectud a obras de abstinencia y de caridad, habitaba con las sagradas vírgenes; y siendo de ochenta y más años, apretado de dolor y trabajo, aceptaba cariñoso, como podía hacerlo un padre, el que le cuidasen las siervas de Dios. Mas, como antes he dicho, estaba ya tan lejos de los incentivos carnales, que ni vestigio siquiera de movimiento deshonesto experimentaba en aquella edad».
Monasterio dúplice
Aunque estaba enfermo de hidropesía y «permitía que aquellas santas mujeres lavasen su cuerpo», Braulio puntualiza que Millán permanecía «muy ajeno de sentir nada ilícito». Por si las moscas, el obispo escritor advierte a sus lectores que no intenten esta heroicidad de vivir castamente entre mujeres: «Esto es un beneficio especial que hallamos concedido a pocos, y del que nadie debe hacer experiencia». San Leandro, en una carta a su hermana Florentina, es incluso más explícito en sus advertencias: «El sexo del hombre y el de la mujer, por ser distintos, van a lo que es ley de naturaleza».
Según el historiador agustino Juan Bautista Olarte, que fue prior y bibliotecario de San Millán, estos monasterios dúplices (de hombres y mujeres) no eran infrecuentes y recoge unas instrucciones de un concilio celebrado en Sevilla en el año 619: «Los monasterios de vírgenes sean gobernados por la administración y tutela de los monjes;pero deben tomarse algunas cautelas». Entre ellas, que los monjes vivan separados de las monjas y que «la conversación sea rara y breve».
De aquel grupo de posibles mujeres eremitas solo nos ha llegado un nombre, Potamia, canonizada después y titular de una ermita que se acuesta a orillas del río Cárdenas y que fue restaurada hace seis años. Cuatro siglos más tarde, hacia 1050, otra santa virgen, Aurea (Oria) se recluyó en una gruta de Suso. Tenía visiones celestiales, hacía milagros y murió joven. Berceo le dedicó una hagiografía cuyos versos iniciales subrayan su origen: «Esa virgen preciosa de qui fablar solemos/ fue de Villavelayo secundo que leemos».
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