Martínez de Pisón vuelve a Logroño
El escritor zaragozano recupera sus memorias familiares, infancia riojana incluida, en un libro que retrata una España en cambio
«Logroño era algo así como la ciudad de provincias por antonomasia». El escritor Ignacio Martínez de Pisón regresa literariamente a la ciudad de su ... infancia para comenzar el relato de sus memorias familiares, que es al mismo tiempo retrato de una España en cambio.
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«Estoy contando una historia con la que muchos españoles de mi edad van a verse reflejados», afirma el autor. «Es una memoria generacional –añade–. Todos los que vivimos en torno al 60 vivimos unas experiencias comunes. Van a reconocer esa España cambiante, esa esperanza en el futuro que teníamos los jóvenes con la muerte de Franco».
«El lector se encontrará con el retrato de un joven más bien corriente, (...) pero dotado, eso sí, del don de saber contar historias»
'Ropa de casa' (Seix Barral) ha llegado esta semana a las librerías, cuarenta años después del debú de Pisón con 'La ternura del dragón' (1984) y a continuación de su última novela, 'Castillos de fuego', todo un éxito de crítica y público, con seis ediciones, y elegido mejor libro de 2023 por la prensa especializada.
Además de ser «una novela familiar» inspirada por el deseo de recuperar las anécdotas de los suyos a raíz de la muerte de su madre en 2018, 'Ropa de casa' cuenta los inicios en la literatura de un miembro destacado de la generación de escritores llamada Nueva Narrativa Española, que comenzaron a publicar a comienzos de los 80; un autor de reconocido prestigio, ganador de los premios literarios más importantes, como el Nacional de Narrativa, el de la Crítica, el Ciutat de Barcelona, el de las Letras Aragonesas y el reconocimiento de los libreros.
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Maestro en historia reciente
Aunque nacido en la capital aragonesa en 1960, Ignacio Martínez de Pisón fue niño en el Logroño de los sesenta, muchacho en la Zaragoza de los setenta y aprendiz de novelista en la Barcelona de los ochenta. La primera parte de su vida es la de un chico cualquiera, nacido en el seno de una familia feliz hasta la temprana muerte de su padre; años cruciales de los que se nutre su mundo literario.
Este libro es el retrato de formación de uno de los autores más sólidos de nuestra narrativa, unas memorias que reflejan los profundos cambios vividos por la sociedad española, que en muy pocos años pasó de una rancia dictadura a una democracia que se fue consolidando con el tiempo integrada en Europa.
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El lector de 'Ropa de casa' –anuncia Pisón– se encontrará con el retrato de un joven más bien corriente, ni alto ni bajo, ni guapo ni feo, ni bueno ni malo, pero dotado, eso sí, del don de saber contar historias. Mi idea precisamente era aprovechar ese don para contarme. Para contarme y, sobre todo, para contar una época». Para contar nuestra historia reciente, algo en lo que él es todo un maestro.
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FRAGMENTO DE 'ROPA DE CASA'
El Logroño de mi infancia era una pequeña ciudad de sesenta mil habitantes. Nosotros vivíamos en la calle Vara de Rey. Un poco más allá estaban el edificio del periódico Nueva Rioja, el puente sobre las vías del tren y la fábrica del famoso elixir dental Licor del Polo. En ese punto empezaban las afueras, si podía llamarse de ese modo al puñado de modestas edificaciones que se apiñaban a ambos lados de la carretera. Nos daba la sensación de vivir lejos del centro, en la periferia, pero en realidad estábamos a solo cuatro manzanas del Espolón y a tres de la Gran Vía, que a comienzos de esa década de los sesenta había empezado a construirse sobre el antiguo trazado del ferrocarril.
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(...) Vivíamos en un mundo viejo: los carros tirados por mulas, las cajas de arenques puestas al sol, las oscuras carbonerías, los repartidores de hielo, que, cubiertos con una gruesa tela de arpillera, parecían sayones. Vivíamos en un mundo viejo, pero el futuro estaba a la vuelta de la esquina: los electrodomésticos empezaban a llegar a los hogares, los niños cantábamos Yo estoy contento en América, los puntos Elena que daban con el detergente se canjeaban por piezas de una moderna vajilla Duralex. Supongo que las calles estaban llenas de los viejos coches de los años cuarenta y cincuenta, pero los que yo recuerdo son ya de la época del desarrollismo, como el Seat 600 de mi tío Enrique o el Gordini de mi padre, que pronto sería sustituido por un Morris 1100, de color beis y con una franja lateral en imitación madera.
(...) A espaldas de la casa, junto a la iglesia de Santa Teresita, estaba nuestro colegio, el Santa Isabel, que dependía de los escolapios. Era un hermoso caserón con un amplio jardín en el que el día del patrono, san José de Calasanz, hacían volar vistosos globos de papel, que ascendían bamboleándose y no tardaban en perderse entre las nubes. En ese jardín había un tobogán al que llamábamos Tragantúa, un gigante que engullía a los niños por sus enormes fauces y los expelía por el culo.
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(...) Mis padres se habían confabulado para que tuviéramos una infancia sin preocupaciones ni sobresaltos. Recuerdo mi niñez como un tiempo en el que todo era seguro, consistente. Vivíamos con la sensación de que las cosas iban a seguir siendo como habían sido siempre, sin darnos cuenta de que ese siempre no abarcaba más allá de los últimos dos o tres años. El día en que me enteré de que mi padre había pedido el traslado y nos íbamos a vivir a Zaragoza, lloré a lágrima viva y corrí a buscar consuelo entre los brazos de Cruz, nuestra niñera, que nos quería con locura y a la que había declarado poco menos que amor eterno cuando, para mi primera comunión, me regaló una cartilla de ahorros infantil con un saldo de cinco pesetas. Mudarnos a Zaragoza no solo significaba decir adiós a Cruz, a mis amigos y mis primos, a mi colegio, a mis lugares habituales: también a esa seguridad, esa consistencia, ese siempre. Mi infancia estaba a punto de concluir, y lo iba a hacer de la manera más abrupta.
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