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 «De niño era un inútil sin esperanza. No sabía hacer nada»

Anthony Hopkins

Las memorias de una estrella 'insoportable'

«De niño era un inútil sin esperanza. No sabía hacer nada»

Solitario, atormentado y alcohólico, Anthony Hopkins era una estrella insoportable. Hasta que el amor –el de su tercer matrimonio– lo salvó. Tras haber perdido su casa y todas sus pertenencias en los recientes incendios de Los Ángeles, el actor británico de 87 años publica unas memorias reveladoras donde nos descubre el mantra que le ha permitido encontrar la calma.

Martes, 25 de Noviembre 2025

Tiempo de lectura: 11 min

Era un día gris de septiembre de 1949. De pie a las puertas del internado Monmouthshire, Anthony Hopkins vio a sus padres alejarse en un coche. Tenía 11 años y detestó aquel austero colegio desde el minuto uno. Su madre lo despidió con la mano mientras el automóvil desaparecía. El pequeño Anthony no respondió. Toda una vida después, en sus memorias, Lo hicimos bien, chico (Planeta), escribe que se hizo un juramento: «No volveré a acercarme a mi madre ni a mi padre ni a nadie más».

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Un niño diferente. Hopkins, con nueve años. De joven no encajaba. No hizo amigos ni en el colegio ni tampoco en su barrio. No quería jugar con otros en la calle.

Cerca de cumplir los 88 años, el actor aún recuerda aquella escena. «Pensé que nunca más pertenecería a nadie», comenta. La frialdad de su voz sugiere que, lejos de entristecerlo, aquel pensamiento infantil le hizo sentirse poderoso. «Me hizo fuerte. Solo pero fuerte. Así he vivido toda mi vida».

Quien conozca a Hopkins únicamente por su Instagram, donde publica fotos dulces y sonrientes y hace bailes divertidos para sus seis millones de seguidores, podría pensar que bromea. En absoluto. Hijo único, no hizo amigos ni en el colegio ni en su barrio. «No encajaba. Todo me resultaba ajeno. No quería jugar con otros niños en la calle».

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Hijo único. Anthony Hopkins con sus padres, en 1960, cuando tenía 23 años. «Como había sido tan torpe en el colegio, sentía que todos me percibían así. Ese desdén probablemente estuviera en mi cabeza. El mundo está en nuestra mente».

Convertido más tarde en joven actor, le repelía la camaradería teatral «besucona, cariñosa y empalagosa», y el alcohol se convirtió en su confidente. «Incluso cuando empecé a beber seguía siendo un tipo solitario, conflictivo, muy conflictivo. Y malhumorado». El director David Hare (Las horas, El lector...) llegó a decir de él que era la persona más enfadada que había conocido. Rubricó esa impresión al negarse a asistir a los Oscar en 1992, cuando ganó el premio a mejor actor por El silencio de los corderos. Y estaba durmiendo plácidamente en su cama cuando ganó el segundo, por El padre, en 2021. Asegura que, cuando trabaja, no le interesa eso de irse con los actores a cenar todos una noche. «¿Para qué? ¿Por qué? No tengo hambre», justifica.

"Me obsesionan los números, los detalles, el orden... Mi esposa me dijo que quizá sea Asperger. No me lo creo"

Desconcierta ver cómo alguien con tamaña aversión a la compañía haya dado vida a tantos personajes inolvidables. A sus ojos es precisamente ese lado misántropo lo que lo ha llevado a la excelencia. «Me da la distancia necesaria para observar. Puede que suene como un monstruo sin corazón, pero no lo soy –explica–. Todos llevamos máscaras. Forma parte del juego. En cuanto nos levantamos por la mañana, nos ponemos una: '¿Cómo estás? ¿Todo bien?'. Es fascinante. Sin ánimo de ofender, me parece extraordinario el ritual que se despliega cuando la gente se reúne». Como si narrara un documental sobre fauna exótica, añade: «Se ejecuta toda una coreografía sombría de comportamiento animal que se articula en claves de defensa y agresión. Así afrontamos la vida».

Reservado, de voz suave y calculadamente educado, se expresa con frases breves y concisas. Me han advertido de antemano que no hablará de religión, política ni actualidad, y tengo la impresión de que se trata de alguien que se mantiene a sí mismo bajo estricta vigilancia.

La claridad de un adolescente

Tiene un mantra que le gusta repetirse a sí mismo: «No hay nada que demostrar. No hay nada que ganar; no hay nada que perder. Sin agobios, sin importancia». Tras leer sus memorias, resulta fácil comprender por qué se recuerda estos mandatos cada día. Desde finales de la adolescencia, demostrarse a sí mismo su valía se convirtió en su fuerza motora, un objetivo vital, una meta que lo hizo increíblemente infeliz.

Hijo de un panadero, descendiente de una larga estirpe de galeses duros, de niño era un «inútil sin esperanza». Ni deportista ni académico: «No sabía hacer nada», admite. El negocio familiar tenía un éxito modesto, pero suficiente para pagarle una educación en un internado, aunque su padre tuviera la impresión de que malgastaba el dinero. Las malas notas, la «insolencia estúpida» y su deliberado aislamiento exasperaban a sus profesores, y un informe escolar demoledor a los 17 años sumió a sus padres en la desesperación. «Dios sabe qué pasará contigo –le dijo su padre–. No sirves para nada». Su madre lo adoraba, pero también sufría. «Podía ver su decepción. Entonces me dije: 'Algún día os lo demostraré. A los dos'».

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Pocos amigos. Hopkins bebía a principio para socializar, pero «incluso cuando empecé a beber seguía siendo un tipo solitario, conflictivo, muy conflictivo. Y malhumorado».

Pronto descubrió cómo hacer realidad su promesa. Cuando su padre lo obligó a apuntarse a una asociación juvenil cristiana («¡Por el amor de Dios, sal de casa y haz amigos!»), Hopkins conoció a un grupo de actores aficionados que ensayaban una obra. Quedó hechizado y, en menos de un año, obtuvo una beca para el Cardiff College of Music and Drama. Tras graduarse en 1957, completar dos años de servicio militar y formarse en la prestigiosa Real Academia de Arte Dramático de Londres, en 1963 se unió a la Birmingham Repertory Theatre, una compañía donde dejó boquiabiertos a todos al memorizar una obra antes de la primera lectura conjunta.

«Era una especie de insolencia. Pensé: 'Se lo voy a demostrar a todos'. Hice toda la función sin mirar el libreto. Eso me ha funcionado toda la vida. Es un método infalible: si sé lo que hago y estoy preparado, ya nadie me molesta. Nadie me da la lata».

Un talento prodigioso, un carácter irascible y una paranoia insana marcaron las primeras décadas de su carrera. Laurence Olivier lo invitó a unirse al National Theatre en 1965 y Hopkins empezó a trabajar sin descanso, protagonizando obras, series de televisión y películas. «Pero había algo en mí que irritaba a la gente». El éxito solo reforzó su convicción de que el mundo estaba en su contra. Varias veces durante la entrevista recuerda: «Me acuerdo de estar sobre el escenario y de que un actor muy exitoso, cuyo nombre no mencionaré, me miró y dijo –su voz se llena de desdén venenoso y burlón–: '¿Qué pasa contigo?'. Aunque probablemente todo ese desdén estaba en mi cabeza. Como había sido tan torpe en el colegio, sentía que me percibían así. El mundo está en nuestra mente». Hirviendo de ira, discutía sin parar con directores y compañeros. «Era tremendamente irascible. Y estaba furioso». ¿Era la persona más enfadada que había conocido? «Supongo que sí».

El alcohol solo empeoró las cosas. Borracho y pendenciero, Hopkins abandonó a su primera mujer –la actriz Petronella Barker– en 1969, tras dos años de matrimonio. Su frágil relación con Abigail, su única hija, se rompió por completo hace más de 20 años. Se niega a hablar de esa herida, pero en su libro escribe: «Espero que sepa que mi puerta siempre está abierta para ella. Deseo que se encuentre bien y que sea feliz».

Un alcohólico fuera de control

En 1973 se casó con Jenni Lynton, una ayudante de producción, y al año siguiente se convirtió en la sensación de Broadway al protagonizar Equus. Para entonces su alcoholismo estaba fuera de control. Una mañana de diciembre de 1975 se despertó en un hotel de Arizona sin recordar cómo había llegado hasta allí. Al día siguiente ingresó en Alcohólicos Anónimos y no ha probado una gota desde entonces.

Algunos adictos al alcohol encuentran en la agresividad un camuflaje para esconder su miedo. Beben para atenuar el desasosiego. Él está de acuerdo. «Oh, sí –comenta–. Cuando empezamos a crecer en la vida, descubrimos que el mundo es un lugar aterrador. Y algunas personas quedan aferradas a esa ansiedad».

Su relación con su única hija se rompió hace más de 20 años. "Mi puerta está abierta. Deseo que esté bien y sea feliz"

Instalado en Los Ángeles, siguió trabajando de forma continuada, pero fue su papel ganador del Oscar, en 1991, como Hannibal Lecter lo que, según escribe, derrotó sus miedos. Por fin se lo había demostrado a todos. Lo siguieron papeles protagonistas en Lo que queda del día, Regreso a Howards End, Tierras de penumbra y un sinfín de películas más, que consolidaron su estatus como uno de los actores más importantes de nuestra época. Pero estar sobrio y el reconocimiento mundial no fueron suficiente para salvar su segundo matrimonio. Dejó a Lynton a finales de los noventa: «Era un desastre –escribe–. Estaba huyendo de problemas turbulentos en rodajes, de relaciones rotas con mujeres, de mi falta de confianza, de una insistencia neurótica en aislarme... Estar sobrio había salvado mi vida y, sin embargo, algo moría dentro de mí. ¿Cómo podía ser? Había logrado todo lo que me había propuesto. Había dejado el alcohol. ¿Qué era lo que aún no entendía?».

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A la tercera, la vencida. Stella Arroyave, colombiana de 69 años, es su tercera esposa. Se conocieron en 2001, cuando él entró a su tienda de antigüedades. Se casaron dos años después. «Cambió mi vida, me ayudó a hallar la alegría».

Hopkins consigue observarse a sí mismo con una claridad despiadada, pero se resiste al autoanálisis psicológico, aunque la figura dominante en su autobiografía sea su padre, cuyos estados de ánimo «erráticos», «picos de energía maniaca» y profundos bajones suenan a trastorno bipolar. «Probablemente sí lo tuviera», dice el actor sobre esa posibilidad. Su familia vendió la panadería a finales de los años sesenta y sus padres se hicieron cargo de un pub, que dirigieron hasta la muerte del padre por insuficiencia cardiaca en 1981. Hopkins desarrolló una relación estrecha con ambos en su vida adulta: su madre adoró a su hijo hasta su muerte, en 2003, pero es en su padre, un hombre de lenguaje directo, difícil y gran bebedor, en quien el actor se reconoce. «Yo era –escribe– el hijo de mi padre».

¿Se ha preguntado Hopkins alguna vez si heredó los problemas de salud mental de su padre? «Oh, sí, se me pasó por la cabeza que había algo en mí que no funcionaba bien». Lo que no menciona en su libro, pero sí se ha publicado, es que Laurence Olivier una vez le dijo que acudiera a un psiquiatra. ¿Es cierto? Vacila. «Sí». ¿Fue? «No». De hecho, reconoce que solo ha ido una vez en su vida –«brevemente»– a terapia. «El terapeuta insistía: 'Volvamos atrás'. Y yo le decía: 'No quiero'. Qué aburrimiento». Su rostro se llena de un deleite triunfante al recordar el día en que descubrió que su terapeuta se había casado tres veces. «Oh –le dijo Hopkins mordaz–, a ti todo te va de maravilla». Dejó la terapia.

"Estar sobrio salvó mi vida y, sin embargo, algo moría dentro de mí. ¿Cómo podía ser? ¿Qué no entendía?"

La tercera esposa de Hopkins –Stella Arroyave, de 69 años, anticuaria colombiana– sospecha que el actor sufre un trastorno del espectro autista. «De hecho –reconoce Hopkins–, estoy obsesionado con los números, con los detalles. Me gusta que todo esté en orden. Y memorizar. Stella lo investigó y me dijo: 'Debes de tener Asperger'. Yo no tenía ni idea de qué demonios hablaba. Ni me lo creo. Además, todo eso me parece una tontería. TDAH, TOC, Asperger, bla, bla, bla. ¡Dios mío, se llama vivir! Es, simplemente, ser una criatura humana llena de enredos, misterios y cosas que llevamos dentro. Verrugas, suciedad, locuras: es la condición humana. Todas esas etiquetas ahora están de moda. Pero ¿a quién le importan?». Pasa así a desarrollar una teoría sobre la causa de su propio malestar psicológico. «Quizá sea algún tipo de vergüenza por ser actor. Yo no he trabajado en mi vida. Nunca he tenido un trabajo de verdad, decente. No he hecho nada excepto presentarme, decir mis líneas y volver a casa. La gente ahí fuera –gesticula hacia la ventana– está arreglando las calles, trabajando en tiendas... Eso es trabajo real. Yo me miro y pienso: 'No he trabajado un solo día en mi vida. Esa es la realidad'».

Las omisiones de su libro

Hopkins nunca pensó que un día llegaría a escribir su autobiografía. Lo intentó una vez, hace años, pero abandonó la empresa enseguida porque según le dijo a un periodista: «¿A quién demonios le interesa leer esa basura?». Al recordarle esas palabras, parece divertido. «¡Exacto!». Hasta que su mujer lo convenció de que contara su propia historia. «Me di cuenta de lo extraordinaria que ha sido mi vida». Y tiene razón.

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Un vacile a Kardashian. En julio, el actor compró la faja facial de Kim Kardashian y, para deleite de sus 6,2 millones de seguidores, subió este vídeo a su Instagram: «Hola, Kim —decía—. Estoy listo para parecer 20 años más joven. Puedes venir a cenar».

Ha hecho más de 90 películas, ha ganado dos Oscar, cuatro Bafta, dos Emmy... Sin embargo, hay muchos aspectos que no menciona en su libro. Por ejemplo, no dice una palabra sobre qué se siente al ser una celebridad mundial. «Soy consciente de que la gente me mira, por supuesto –admite, antes de bajar la voz hasta convertirla en un susurro cómplice–. Acabo de hacer una sesión de fotos. Está bien, ¿sabes?, ponen las luces y todo eso. Pero no quiero… –arruga la nariz– posar. Solo haz la puta foto». Reconoce que «la fama puede cambiarte al principio, aunque luego recuperas la cordura. Por la mañana me despierto y sigo sintiéndome el mismo de siempre: frágil». Aprovecha para criticar a los actores famosos que, entre otras excentricidades, prohíben el contacto visual con ellos durante los rodajes. «Le dicen al equipo que no deben mirarlos. Vamos, ¡déjame en paz! Ni que hubieras descubierto la cura del cáncer. Eres de carne y hueso, y te estás pudriendo como todos nosotros».

Tampoco escribe nada sobre sus aventuras extramaritales. En realidad, ninguna relación recibe demasiada atención en su libro, salvo su matrimonio con Stella. Parece como si Hopkins le debiera su felicidad. Casados desde 2003, se conocieron, en 2001, cuando él entró en su tienda de antigüedades en Los Ángeles. «Ella me abrió por completo, me ayudó a superar mis viejos sentimientos de arrepentimiento y ansiedad. Cambió mi vida». Remata su emotiva confesión con otra menos almibarada: «¿Sabes cuál es la oración más corta del mundo? 'A la mierda'. Es la oración de la rendición. No podemos hacer nada, somos totalmente impotentes ante todo. Y, cuando eso es asimilado por tu cabeza, la vida se vuelve mucho más fluida. Al final, nada es importante porque todos vamos a morir. A la mierda».

Esta filosofía que inspira su vida se puso a prueba cuando los incendios forestales de Los Ángeles destruyeron su casa en enero de este año. El matrimonio lo perdió todo. «Todo está bajo los escombros. Pero pienso: 'Vale, estamos sin hogar. Es un inconveniente, pero no son más que cachivaches'. Vayas donde vayas, habrá alguna calamidad. Así que sigues adelante. Si no, te vuelves loco».