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Domingo, 26 de junio 2016, 00:05
Igual que ocurre con los mejores menús degustación, un paseo por la huerta de Iker Villasana produce en el visitante cierta desconexión de la realidad, a medida que el suelo de lo convencional se desvanece sin remedio bajo los pies. Iker va señalando a izquierda y a derecha, como un 'maître' de los bancales, para presentar su asombroso surtido de variedades extrañas. Eso es menta con olor a frutos rojos, a chocolate, a jengibre. Aquello, huauzontle mexicano. Aquí está el shiso, la albahaca asiática, y ahí una salvia con aroma a melón. No pueden faltar las flores eléctricas, bombas de apariencia inofensiva que adormecen la boca. Y, de vez en cuando, Iker se agacha con ligereza de prestidigitador y da a probar una fresa blanca, discreta de tamaño e intensísima de sabor, o una hojita de ficoide glacial, con su apariencia empañada y su regusto a agua de mar, o quizá un trocito de mertensia marítima, la desconcertante ostra vegetal, que de tantos siglos creciendo en los acantilados ha acabado creyéndose molusco.
A simple vista, en 'Biortzatxu', el caserío de Iker Villasana en la localidad vizcaína de Arrieta, no se aprecian diferencias con otras propiedades de la comarca: se escucha el sonido perezoso de los cencerros, un par de cabras desconfiadas vigilan desde el robledal y la perrilla Doltza se apresura a recibir a los forasteros, con la tenaz ilusión de que a alguno le apetezca lanzarle la pelota. Pero en las huertas y los invernaderos de 'Biortzatxu' la agricultura ecológica se vuelve exploración, juego, incluso locura. «En esta zona, lo típico es cultivar pimiento, maíz y alubia, el sota-caballo-rey de los aldeanos», explica Iker, que desde la perspectiva tradicional viene a ser un marciano despistado que lo hace todo al revés. Uno de sus productos estrella es la flor de calabacín, pero también cultiva melón y sandía para obtener sus flores: «Son para decorar, aunque también saben a melón o sandía, porque al fin y al cabo son melones y sandías pequeños», puntualiza. Los crisantemos iluminan como soles un rincón del invernadero, pero de esas plantas lo que más le interesa son las hojas. Y, por supuesto, es un especialista en hortalizas diminutas -«cuanto más pequeñas, más propiedades y más sabor, ¡todo más!»- y espera cosechar este verano sus primeros kiwis baby, caprichosos bocados del tamaño de una aceituna, limpios de pelusa. Justo al lado del emparrado de los kiwis pasta «el unicornio»: el macho cabrío gris, que perdió un cuerno en algún trance del pasado, apareció un día en la carretera y nadie sabe a quién pertenece. Quizá vino a supervisar si aquí se estaban empleando artes de brujería.
A Iker, de 39 años, le apasiona la agricultura desde crío, cuando cuidaba el huerto de la casa que posee su familia en el pueblo costero de Ea, pero su vida profesional se orientó hacia el negocio de los padres, una autoescuela de Bilbao. Aun así, mantuvo su obsesión por la tierra, que le llevó a mudarse a un caserío de alquiler y, después, a comprar 'Biortzatxu', devastado por un incendio hace dos décadas. «Han sido tres años de obra dura, para poner la cubierta, y ahora seguimos por dentro», detalla. Tras la muerte de su madre, se decidió a dar el paso definitivo: «Ya estaba haciendo huertas demasiado grandes para seguir con la autoescuela, así que me reconvertí». Desde el principio, su enfoque fue heterodoxo: rebuscaba plantas inusuales en internet, se traía o se hacía traer semillas de todo el planeta y, entre todas las especies a su alcance, se centró en las calabazas. ¿Por qué? «Por las diferentes formas. Siempre he procurado, en todos los aspectos de mi vida, hacer las cosas de manera distinta», aclara, con cierto aire de místico de las plantas. En el porche del caserío se alinean las calabazas dinosaurio, como maracas de una orquesta de gigantes; las clásicas calabazas de agua, tan socorridas como cantimplora para peregrinos o como flotador para bañistas antiguos, y las calabazas cisne, colgadas de una cuerda por su cuello esbelto.
Frescas y crocantes
Hace tres años, se produjo un encuentro decisivo: Iker conoció a Josean Alija, chef del Nerua, el restaurante del museo Guggenheim, y este lo identificó como un cómplice ideal en su manera de entender la gastronomía. «Tener un agricultor de cabecera es necesario en un proyecto como el nuestro -explica el cocinero, con estrella Michelin y en el puesto 55 de la lista 'Restaurant'-. Nosotros trabajamos con productos que proceden de una distancia máxima de unos quince kilómetros, y eso nos conduce a hacer una cocina temporal, que va cambiando. Todo lo que tenemos sería imposible sin Iker, porque la huerta exige un consumo inmediato y eso no lo encontraría de otra manera. Me trae las flores de calabacín con un frescor mágico: cuando llegan aquí, las flores huelen, las metes en la boca y están crocantes». La simbiosis entre la huerta del caserío y la cocina del restaurante es total: Iker cultiva prácticamente en exclusiva para Nerua -también vende una parte de su producción en mercados de Arrieta y Bilbao-, ajustándose a un calendario anual que se planifica meticulosamente en noviembre o diciembre. «Hay un pulso con la naturaleza que tienes que llevar al extremo», apunta Alija. Además, el labrador ha iniciado una doble vida como recolector, rastreando los bosques en busca de tesoros silvestres como acederas, tréboles, hojas de pino o flores de acacia y de saúco.
La parte imprevisible que tiene la agricultura puede determinar cambios en la carta. El guisante lágrima, ese caviar verde que alcanza los 200 euros por kilo, ha durado una semana menos de lo esperado, así que automáticamente ha dejado de servirse en Nerua. «El precio es por la calidad del producto, pero también por el trabajo que da», suspira Iker, que ha de recoger los guisantes a primera hora de la mañana, palpando las vainas una a una para comprobar si la legumbre ha alcanzado la maduración óptima. Allá por marzo, cuando empieza la temporada, esa tarea se desarrolla antes de amanecer, con la ayuda de una luz frontal. En cambio, las flores de calabacín las cosecha al caer la noche, cuando ya están cerradas: esta misma semana ha llevado a Nerua las primeras remesas. «Tiene que haber flores hasta octubre, así que planto los calabacines en varias tandas, para que no falten».
Por las noches, los corzos bajan a 'Biortzatxu' para darse un atracón de brotes tiernos, su versión particular de la alta cocina. También los vecinos humanos de Iker se han ido acostumbrando a algunos de sus cultivos atípicos: en el mercado del pueblo, el primer domingo de cada mes, siempre se acercan a su tenderete para ver qué novedades ha traído, y algunas veces no contemplan el producto con sorpresa, sino con reconocimiento y nostalgia. «El alcalde de Arrieta siempre me dice que su abuela cogía las flores de calabacín para cocinarlas. Mucha gente en esta zona se acuerda de haberlas probado. En realidad, no puedes saber con seguridad que algo no lo come nadie: antes de que los supermercados nos dijesen qué consumir y qué no, todas las plantas se usaban. Es una sabiduría, la de las plantas, que se ha perdido», reflexiona, mientras avanza por las sendas del invernadero. Y los visitantes pisan con un poco de aprensión, no vaya a ser que las malas hierbas que se interponen en su camino sean en realidad alguna delicia olvidada.
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