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PABLO GARCÍA-MANCHA
Jueves, 21 de julio 2011, 02:49
Un jefe de los muchos que he tenido a lo largo y ancho de mi espectro como periodista me pidió hace unos años, cuando yo apenas era algo menos que un meritorio, que no se me ocurriera volver a la redacción sin la noticia que él presumía que se había generado en las excavaciones de una determinada catedral pamplonesa. Llegué a la puerta de las obras, me acerqué al guardia jurado y no se me ocurrió otra cosa que decirle que yo era arqueólogo. Obtuve mi salvoconducto, entré a la nave, vi, apunté, cotejé y le llevé al responsable de mi sección todos los datos necesarios para dar una exclusiva. Se lió parda con el Gobierno de Navarra, me felicitó el director y mi ego sólo podía compararse al de Cristiano Ronaldo cuando mete un gol más que Messi. Sin embargo, había mentido, había engañado al vigilante y a varias de las personas que estaban trabajando -de verdad- en aquel yacimiento arqueológico. Pero este detalle no le importó a nadie. Es más, mi prestigio en la redacción se multiplicó con aquella hazaña y cuando me cruzaba con el director me decía, ufano, ahí va mi arqueólogo preferido. A decir verdad no me siento nada orgulloso de aquella historia; es más, detesto haber mentido y utilizado tan lamentable añagaza para obtener una noticia, que bien mirado, no tenía la más mínima importancia que la derivada de las rencillas entre políticos y periódicos locales. Describo esta vieja historia porque llevo unos días alucinando con la polémica de News of the World, Murdoch y la pelirroja letal Rebekah Brooks, que han utilizado todo el arsenal de armas ilegales que existe para ampararse en el periodismo y delinquir. Tanto poder asusta, tanta ambición deshumaniza y tanta basura revuelta hace confundir cualquier realidad con los titulares más enfangados que imaginarse puedan.
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