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PABLO GARCÍA MANCHA
Sábado, 9 de abril 2011, 03:15
Rocío Molina estrenó en Logroño su coreografía 'Danzaora' en la gala de cierre de la última edición de los Jueves Flamencos y la velada fue un verdadero placer para los sentidos. La bailaora coqueteó delicadamente con la trasgresión para generar en el espectador esa sensación de incertidumbre sobre lo que iba a suceder en el escenario a través de un singular juego de matices y contrapuntos que se iba produciendo entre el compás sonoro de su gente, -el cante matizado de Carmona, la melancólica guitarra de Eduardo Trasierra y la fuerza de Oruco- y su divina forma de bailar. Rocío es un animal escénico al que se le adivina todo el porvenir imaginable por delante, y da la sensación que puede estar llamada a marcar época.
Ofrece la sensación de que danza sin esfuerzo, pero cada uno de sus movimientos está lleno de metáforas sobre el flamenco y la vida; metáforas que van desde la gaditana alegría cualificada en Madrid por el mirabrás, hasta una bellísima figura con los aromas mediterráneos de cualquier cuadro de Benlliure y su magnífica luz, para convertirse, acto seguido y al calor de la guitarra de Eduardo Trasierra, en una gitana húngara o egipciana merced a un número precioso al compás dulcificado y nuevo de una sencilla pandereta.
Rocío baila a la vida con un fulgor de generaciones y desencuentros.
En su mensaje se siente el legado de Carmen Amaya en sus pies y en sus manos, la elegancia de Antonio y el desgarro de Mario Maya, aunque hay en ella un sentido indefinible distinto a todos, aunque le unan matices más o menos invisibles con el singularismo e inimitable de aie Israel Galván.
Rocío Molina ha emprendido una singladura apasionante con 'Danzaora'.
Sinceramente, lo único que siento es no convertirme en uno más de su 'trouppe' y disfrutar más tiempo del flamenco a su lado.
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