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Un iceberg en Mallorca

JORGE ALACID

Jueves, 20 de septiembre 2018, 23:40

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La novela negra española vive de un imaginario donde la turbia realidad suele aparecer en las páginas de los maestros del oficio a lomos del héroe canónico: el detective. Con sus distintas variantes, esa figura avanza de Vázquez Montalbán a esta parte por las páginas donde sus herederos han ido plasmando una idea común: nada es como parece. Casi siempre, todo es peor. Conclusión que se alcanza luego de un viaje a los infiernos que en nada envidia a Dante. También aquí se debe abandonar toda esperanza.

De lo cual dispone el periodista Agustín Pery de su propia información: empotrado en la redacción de un periódico palmesano durante los años en que la isla de Mallorca anidó su particular huevo de la serpiente en forma de tramas de corrupción que hermanaban a constructores con políticos y otros personajes de la misma estirpe, debuta en la ficción con una obra cuya singularidad principal reside no tanto en su héroe (Altolaguirre: un poli dueño de su propio arsenal de miserias y autoflagelos) como de su autor. La experiencia de Pery alrededor de los mundos opacos en que derivó la España del ladrillo se refleja en su brillante capacidad para la escritura (verista construcción de los personajes, ágiles diálogos, un ácido sentido del humor) pero, sobre todo, en su habilidad para la elipsis. El rasgo que suele distinguir a los grandes.

Una virtud que se corresponde con el desarrollo de la trama, también muy rica en insinuar aquello que se oculta. El lector debe reconstruir por sí mismo, auxiliado por 'Moscas' en su función de guía de viaje hacia lo peor de nosotros mismos, ese universo que apenas se asoma. Porque así como de la corrupción y sus derivadas sólo atisbamos con frecuencia la punta del iceberg, en esta novela ocurre otro tanto: inquieta más lo que no se ve que aquello que Pery nos cuenta. Amparado en su privilegiada tesitura de testigo de los hechos, dibuja un retablo de las (desdichadas) maravillas compuesto por una cuerda de personajes del submundo corrupto, emparentados en su baja condición moral que, en realidad, reflejan lo de siempre: lo que somos, lo que fuimos. Lo que seremos. Un país (una sociedad) sin remedio.

En ese légamo que Pery construye alrededor de Palma, desbordante de actores menores que se agigantan a medida que avanza la lectura, chapotean los conocidos protagonistas de ese reparto coral que no termina de irse: policías venales, políticos sin escrúpulos, empresarios despiadados, usureros indecentes (valga el pleonasmo), matones, granujas, caraduras y (otra redundancia) los respetables hijos de la burguesía balear que son, en realidad, los grandes protagonistas del libro. El escalpelo de Pery saja ese tipo de corrupción sutil, endémica. Que logra infiltrarse en las redes clientelares de una isla entera y que sólo se explica por la mentalidad tan personal, tan acusada, del isleño. Historias insulares. Baleares como nuestra Sicilia.

Donde radica la muy atractiva almendra de esta historia. El iceberg, de nuevo. Mientras se avanza en su lectura, hechizado por la tensa narrativa que despliega Pery y su buen ojo para adaptar el vocabulario a las exigencias de la tensa trama (hallazgo máximo: el verbo porculizar, que está pidiendo mármol en la RAE), queda flotando la idea de que en este mapamundi de mafiosos y aspirantes a serlo no están todos los que son. Y que ya estamos pidiendo una segunda parte. O una pantalla. Y que Vázquez Montalbán estaría orgulloso.

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